[LA OVEJA NEGRA] La dictadura de lo que llaman progreso, o por qué lo imposible es tan urgente
GERMÁN VALCÁRCEL | Ya no dudo en autocalificarme de “catastrofista”. Aun siendo consciente que el “catastrofismo” en temas relacionados con el medio ambiente tiene mala prensa. Se arroja a la cara como sinónimo de exageración, pesimismo y poca confianza en las posibilidades de la tecnología de evitar o al menos atenuar los efectos secundarios o las “externalidades negativas” de nuestro maravilloso “modo de vida”.
Como hace tiempo soy consciente de que no soy más que un conjunto de retales (retales ideológicos, lingüísticos e intelectuales) ensamblados con mayor o menor destreza, no me genera ningún problema sostener que no hay soluciones para el medio ambiente, ni políticas verdes dentro de este abominable sistema que necesitó y necesita métodos destructivos y crueles para imponerse y crecer. Si me atrevo a hacer esa afirmación es porque está sustentada por datos científicos objetivos. Además, en nuestra sociedad, la dulcificación suicida y denegación de lo que está aconteciendo tiene a muchas lúcidas mentes y a millones de alienados trabajando a su servicio.
Lo que llaman progreso no es más que el despojo y destrucción más colosal de la historia de la humanidad, en poco más de doscientos años hemos empobrecido, prácticamente arrasado, la biodiversidad del planeta: ríos, tierras y aire contaminados, montes y valles destruidos, bosques convertidos en plantaciones de árboles, miles de especies desaparecidas, la naturaleza transformada en un parque temático, en aras de un turismo que apellidan sostenible. Es un progreso basado en la devastación y la ruina que convierte su, supuesta, reparación y regeneración en un nuevo gran negocio.
Solo tendremos alguna oportunidad como especie si somos capaces de recuperar la realidad. Ese es el desafío al que nos enfrentamos. Para transformar lo que es, debemos recuperar la realidad que fue, la escondida realidad de nuestra historia. Necesitamos descubrir la cara oculta bajo las máscaras, si queremos construir sociedades justas, realmente democráticas y sostenibles. Para recuperar nuestra humanidad, ante el horror y destrucción de vidas humanas provocada por el capitalismo, es necesario un grito de tristeza, un grito de horror, un grito de rabia, un grito de rechazo: ¡NO! Para hacerlo, es esencial descolocar y desordenar nuestras cabezas; algo indispensable en el camino de la simple supervivencia y necesario para comprender mejor, los elementos sustanciales de la historia de la humanidad y del futuro más probable.
El metabolismo socioeconómico-cultural actual está desarraigado de lo social y alimentado por la explotación y mercantilización de todos los dominios de la vida en el planeta, para eso pudre el agua, aniquila la tierra, envenena el aire y el alma, y divorcia al ser humano de los otros seres humanos, de otros seres vivos y de la naturaleza. Considera la tierra y todo lo que en ella habita, un insumo de producción y una fuente de renta. Y nos obliga a los explotados a mirarnos con los ojos del explotador.
En medio de la confusión que genera la sociedad del espectáculo, las redes sociales y la mercantilización de todos los aspectos de la vida, es necesario combatir las quimeras que están pudriendo nuestra capacidad para la racionalidad colectiva y que no describen, con nombre y apellidos, al capitalismo y su enorme miseria. No podemos seguir aceptando proyectos que guardan silencio y son cómplices de lo que está pasando, entre ellos las versiones más edulcoradas del capitalismo: la izquierda institucional, los sindicatos mayoritarios y algunos colectivos sociales feministas o ecologistas que nos hablan de “justicia social” “políticas verdes” y “desarrollo sostenible” sin cuestionar el sistema. O se auto justifican con eso que llaman “correlación de fuerzas”. Hace ya mucho tiempo que, en la batalla por la vida, todas las derechas, las izquierdas institucionales y todos esos y esas lagarteranas vestidas de ecologistas y feministas están al otro lado de la barricada; en este lado poco más de “media docena de idiotas”.
Solo tendremos alguna oportunidad como especie si somos capaces de recuperar la realidad
Puede que los “idiotas” tengan sueños inocentes y poco realistas, por supuesto. Pero estoy convencido de que los “idiotas” no son tan “idiotas”, simplemente supervivientes y los sueños que defienden son más que sueños, son una necesidad. ¡Qué hermoso sueño!, imaginémoslo: un mundo sin políticos, un mundo sin sus amigos capitalistas, un mundo sin Estado, un mundo sin capital, un mundo sin poder.
Hay que decir, alto y claro, lo que muchos no quieren oír y, además, buscan silenciar: No sirven proyectos que sigan creyendo en los efectos benéficos del crecimiento del PIB, en el beatífico industrialismo que pretende convertir nuestros montes, valles y tierras fértiles en polígonos industriales con los que seguir alimentado energéticamente al monstruo, ni en políticas que ignoren los derechos de las generaciones venideras, ni las que piensan que por aprobar leyes en el Parlamento han acabado con la marginación y violencia que en todos los órdenes siguen padeciendo las mujeres (incluso en nuestras propias cabezas), o que olvidan el expolio de la riqueza humana y material de los países del Sur, en aras de mantener el “estado de bienestar” en esta eurocéntrica parte del mundo en la que habitamos, ni los que no toman nota del colapso radical que se avecina. Que no solo afectará al capitalismo sino, también, a los todos seres vivos y su entorno.
Las democracias liberal-representativas son, como afirmaba Aldous Huxley, prisiones sin muros, de la cual lo reclusos no quieren escapar. Por eso, hace mucho que creo que hay que desenmascarar a esas aventuras electorales que se camuflan tras un discurso que habla de buscar la “justicia social”, y de llevar el feminismo y el ecologismo a las instituciones del moderno estado liberal-burgués. Un estado que ya solo es un arcaísmo agotado, que no mueve y no interpela. Por eso, sigue siendo válido el viejo grito: ¡Que se vayan todos! Ese grito apunta más allá del poder y nos enseña otro relato, otra forma de pensar, otro concepto de la realidad. Es parte de la misma lucha por lo absurdo que no es absurdo, por lo imposible que es tan urgente.
Es necesario acabar con un sistema al que le gusta poner precio -rentabilizar, o poner en valor- a cosas como los árboles, los lagos, las selvas y a todas las formas de vida, para convertirlos en insumos o “servicios” que pueden ser comprados y vendidos, medidos y sumados, que generen plusvalor. Todo lo que importa tiene que ser medido y tasado por los mercados, Por eso las reivindicaciones que no lleven un número asociado son desestimadas. Nos lo presentan como “pragmatismo” pero se trata de algo muy distinto: es un intento de excluir del debate cualquier intervención basada en la moral, la emoción, la intuición, la espiritualidad, o simplemente el sentimiento humano. En la sociedad construida bajo el paradigma capitalista, vivimos, como diría J. Conrad, en “el corazón de las tinieblas”, nos hemos acostumbrado a la vileza, el mal no nos asombra -se ha vuelto cotidiano- la barbarie ya no nos conmueve, ni la infamia nos asombra.
Reconozco sentirme impotente y frustrado -como tantos otros- observando que, ante la destrucción en marcha, incluso en nuestro entorno más inmediato, lo único que se nos ocurre es combatir con los mismos inútiles métodos e instrumentos de tiempos pasados, ampliamente constados como inocuos ante el poder e inoperantes ante el expolio y destrucción que se pretende perpetrar en nuestra geografía: manifestaciones, más bien procesiones laicas, concentraciones y alegaciones administrativas que terminan conduciéndonos a la frustración y a la melancolía. Seguimos sin asumir la dura, compleja y difícil realidad que nos rodea. Nos seguimos engañando, pensando que es posible “reformar”, “transformar” o frenar el metabolismo socioeconómico actual.
Ante de seguir transitando por caminos ya trillados que no conducen a ninguna parte, deberíamos escuchar a personas como Jorge Riechmann, cuando en ¿Vivir como buenos huérfanos? nos dice: «La desesperación existencial tiene cura, el pesimismo antropológico se sobrelleva. Lo realmente grave viene de constatar esa especie de fin de los tiempos a que nos aboca el colapso ecológico-social. Aquí es importante no perder de vista que, el colapso no es necesariamente el fin del mundo. Incluso si ya no está a nuestro alcance optar entro lo bueno y lo malo, posiblemente podemos elegir entre lo malo y lo pésimo. Y nos importa, entonces, no abdicar de la lucidez».