[LA OVEJA NEGRA] Repensar el activismo o cómo dejar de ser cómplices de lo que se combate
GERMÁN VALCÁRCEL | El capitalismo ha convertido elementos marcadamente anticapitalistas en negocios acomodados a las pautas, hábitos y conductas del “mercado”. Sostener que el capitalismo nos lleva al apocalipsis se ha puesto de moda en algunos sectores (sobre todo en el político-mediático-cultural) que, hasta hace relativamente poco tiempo, tildaban de apocalípticos a quienes simplemente hablábamos de colapso sistémico, no del fin del mundo. Hablar de colapso no es incitar al nihilismo, como sí lo hacen quienes hablan de apocalipsis. Debatir sobre decrecimiento empieza a tener audiencia en los medios de comunicación convencionales, pero para retorcerlo y transformar sus tesis en ecofascismo. Anatematizar las redes sociales desde Facebook, Twiter o Instagram y decir que hay que dejar de usarlas es “cool”. Lo antisistema se ha vuelto atractivo y, ahora también, capitalista.
Otro movimiento, en origen, profundamente anticapitalista, el «feminismo», se ha convertido actualmente en un mercado que mueve un enorme dineral a través de la venta de camisetas, libros, revistas, chapas y banderas, y funciona como catalizador de consumo identitario. Hace un par de años, la propia ONU cifró en unos 500 millones de dólares el dinero necesario para acabar con los matrimonios de niñas en los países islámicos. El merchandising feminista mueve, solo en Estados Unidos, cerca de 2.500 millones de dólares.
Con el “ecologismo” ocurre otro tanto: la “Green New Deal”, la lucha contra el cambio climático, y los ingentes fondos para la transición energética no son más que la colonización y manipulación de los postulados ecologistas por parte de la izquierda del capital y de la autoritaria y burocrático-estatalista, igualmente capitalista, aunque de estado. Los abanderados de esa transición energética no solo no cuestionan las raíces del problema, sino que, con su falsa solución “renovable”, las agudizan. Resulta aterrador constatar como cada propuesta que trata de resquebrajar el monolítico capitalismo acaba convertida en políticas reputacionales para grandes corporaciones, empresas, estados y partidos políticos, o en divertimento, moda, en trending topic, en un pin, en una camiseta, en parte de la parrilla de los medios de manipulación, por resumirlo, en parte activa del problema.
El capitalismo ha conseguido algo que parecía imposible: oponerse a él es casi tan capitalista como defenderlo. Con ello, termina generando impotencia, frustración y cansancio ante la imposibilidad de cambio. Por eso es necesario decirlo una y otra vez: combatir al sistema, desde dentro del sistema y con sus reglas, es imposible. No se puede jugar al baloncesto con las reglas del fútbol. El sistema y su instrumento coercitivo, el Estado, por mucha verborrea y parafernalia “democrática” de la que se envuelva, se impone como un todo y solo acepta lo que sirve a sus intereses, permitiendo, exclusivamente, eso que se denomina disidencia controlada y calificando como terrorista o criminal a todo lo que le cuestione. No en vano, el estado y sus estructuras jurídico-políticas no son otra cosa que la punta de lanza militar, política, represiva y cultural del capital.
La actual contestación, contra el despliegue de las mal llamadas energías renovables -propiciado por la política energética del gobierno más “progresista” de la historia de España- lo está dejando meridanamente claro. El constante cambio de reglas de juego -leyes y reglamentos- está a la orden del día, no en vano los políticos son los capataces del sistema, los facilitadores jurídicos del expolio: ¿seguimos quedándonos, como forma de resistencia, en manifiestos y alegaciones?. Sostiene el “Pensamiento Nasa” – pueblo originario del norte del Cauca colombiano- que “la palabra sin acción es vacía, la acción sin palabra es ciega, la palabra y la acción fuera del espíritu de comunidad son la muerte”.
La historia nos enseña que, en los planes de arriba, los de abajo estamos destinados a pagar los costos de todas las crisis
Por eso, es necesario ser conscientes que si se toma el camino de la defensa de nuestros territorios, con nuestros cuerpos por delante, habrá muchas Berta Cáceres, muchos Samir Flores y Chico Mendes, y llevará a que suframos lo que en América Latina llevan soportando los defensores de la tierra: 200 asesinados cada año. Pero si no tenemos el coraje de hacerlo, al menos seamos sinceros y no nos engañemos, auto convenciéndonos de que estamos “luchando” contra la barbarie; aceptemos que, de momento, no somos más que inocua disidencia controlada, parte del problema. Ya que, en tanto en cuanto no empecemos a organizarnos al margen del estado, estamos fortaleciéndolo, y con ello su forma de hacer. Solo habrá democracia si luchamos, solo habrá justicia si la construimos. Solo desprendiéndonos del fatalismo que el capitalismo nos inocula, recuperaremos el poder de actuar aquí y ahora.
Para ello, es necesario no perderse entre los espejismos y ver el muro detrás del espejo, los pilares y las vigas, las infraestructuras tras y abajo de las superestructuras de poder. Debemos examinar los basamentos antes de bailar las emergencias. Si queremos abrirnos camino y romper las cortinas de humo políticas y semánticas, debemos empezar por cuestionar a quienes dicen querer redimirnos desde arriba: esa vieja morralla de cuadros adiestrados, de líderes y lideresas con lenguaje prestado y huecas proclamas, a esos “representantes” autoritarios, “revolucionarios” de pacotilla que difícilmente pueden revolucionar nada, cuando han demostrado ser incapaces de revolucionarse a sí mismos, que de forma vulgarizada la nueva izquierda populista ha traído de vuelta, y que, constantemente, nos amenazan con que si dejamos de trabajar -léase votarles- en aras de la salvación de “su economía”, vamos a perderlo todo; en definitiva, nos chantajean con que nuestra subsistencia depende de su prosperidad y del mantenimiento de sus privilegios.
Ahora bien, esas “amenazas” deben tomarse en serio. La historia nos enseña que, en los planes de arriba, los de abajo estamos destinados a pagar los costos de todas las crisis. ¿Qué economista ha osado dar a esos costos su verdadero nombre en la jerga económica? Son costos exportados hacia terceros inocentes, en otras palabras, externalidades negativas de las actividades económicas. Pero esos costos tienen, para quienes los pagan, otros nombres: desempleo, pensiones recortadas o perdidas, sanidad y educación pública destruidas, embargo de casas por hipotecas no pagadas, geografías -como la nuestra, el Bierzo- arrasadas y expoliadas medioambiental, cultural y humanamente, dejando, tras si, desolación y muerte; erosión de derechos adquiridos por luchas pasadas y riesgos financieros diluidos en el tiempo -deuda- sobre el conjunto de los contribuyentes y las generaciones venideras que serán los que pagaran los platos rotos.
Abandonemos la galería de los espejos si no queremos sucumbir a sus ensueños, o mejor, rompámoslos, para ver los muros, las columnas, las vigas y toda la infraestructura que soportan los juegos de los explotadores, de los buscadores de poder y privilegios. Confieso que a veces me entran dudas: ¿no te equivocas? ¿No se equivocan los “resistentes epistémicos” que no quieren tomar reflejos por realidades y nadan contra corriente? Pero la duda termina cuando se profundiza y constatas que la realidad económica y financiera es una expresión que oculta la realidad que le es subyacente. Y es entonces cuando te das cuenta de que es un edificio que carece de cimientos, un cuerpo sin órganos, una emergencia que disimula su basamento, una superestructura que oculta su infraestructura. Somos un proyecto fallido de civilización, una sociedad que produce el sentimiento de estar preso en una tela de araña.
Sostenía Walter Benjamín, en 1921, en su mítico texto, El capitalismo como religión, que: «En el capitalismo hay que ver una religión. Esto significa que el Capitalismo sirve esencialmente para satisfacer las mismas necesidades, tormentos o inquietudes a las que antaño daban respuesta las religiones. Esa estructura religiosa del Capitalismo no es solo similar a ‘una imagen de estilo religioso’ (así pensaba Max Weber) sino ‘un fenómeno esencialmente religioso'». Lo que diferencia al capitalismo de otras religiones es que carece de dogmas, solo es puro culto y no ofrece la salvación, sino la pura destrucción de la vida.