«En Cabezuela
la democracia
fue al baile sola».
No revelo ningún secreto si digo que figuro en la candidatura de una coalición de izquierdas que aspira a hacerse un hueco en la gestión de un municipio que lleva siendo gobernado por el mismo partido mucho más de doce años (más del doble) y que no ha sido fácil elaborar la lista, y que hay formaciones a las que (para mal, porque eso siempre es para mal) ni se espera en la disputa. La gente (y barrunto que esto tiene que ver con la percepción de que no se puede vencer a quien ha mantenido la mayoría durante generaciones) pretexta falta de tiempo o de vocación o (mentira donde las haya) de ideología para declinar una invitación que se le antoja difícil y hasta arriesgado aceptar, pero, sobre todo, inútil.
En la terraza del bar Casablanca, donde a veces alterno, se me acerca Almacándida y me dice:
— ¿Y qué vas a hacer si ganas?
— Pero a ver, Almacándida, ¿te parece que a mi edad se presenta uno para ganar?
— Sería una… frivolidad, claro –responde demostrando una ironía que me agrada, fina.
— Una falta de realismo, sería.
— Ya. Una mala señal.
— Exacto.
Por lo menos no me dijo aquello de «Si no sabes, ‘pa’ qué te metes?» con que interrumpía según el cuento a cada poco el borrachín del pueblo a un joven pedáneo durante la reunión del concejo. Acabó por echarlo, el pedáneo, y cuando algunos presentes le hicieron ver que tampoco era para que se molestase tanto les dijo que no lo echaba por eso, que lo echaba porque tenía razón.
No sabe uno todo lo que debería de saber, cierto, pero bajo determinadas circunstancias no es por falta de interés o capacidad (que con voluntad e información se subsanan) sino de información y voluntad de darla. Cuando un grupo, el que sea, lleva tantos años ejerciendo el poder sin oposición, tiende a pensar que quien quiera información habrá de ganársela en las urnas. Pero no es ese el único motivo por el que presentar una lista se vuelve una empresa complicada.
— Se juntan muchas cosas.
Por un lado está esa educación (básica) que se nos da y que no sirve ni para manejar nuestra propia salud ni para administrar nuestra propia comunidad. Alguien tendrá que explicarnos algún día por qué recibimos una educación (básica) que no nos sirve para lo básico, para lo que necesitamos; por otro: seguimos pensando en las elecciones como en una especie de apuesta en la que fuese más importante acertar el ganador que dejar constancia de la existencia real de otras fórmulas y posiciones.
Cualquiera que le haya dedicado a la cultura un poco de tiempo sabe que en lo minoritario hay respuestas sorprendentemente buenas y a menudo mejores. No me estoy declarando bolchevique, sólo digo que la defensa de un porcentaje insuficiente es un acto profundamente democrático y, por ende, inteligente. Tampoco quiero dar la impresión de estar acusando al común de los mortales de inacción. La democracia debería de garantizar el derecho a la inacción, asegurar el bienestar del segmento desimplicado como el del comprometido, sin duda, pero necesitamos actuar para que lo haga, hacernos presentes.
Por último (o no) ¿qué ocurre cuando un grupo se identifica con un poder que sólo se cuestiona cada cuatro años? Se han abierto las ventanas de cierto palacete que llevaba años cerrado, se ve a gente trabajando dentro y hay un cartel que informa de que el edificio se dedicará a bla, bla… Ni un kilómetro más allá permanece cerrado cierto museo e inacabado cierto edificio con los que en su día se hizo la misma suerte de prestidigitación. También se tapan los baches de las vías más transitadas; pero si quisieran ustedes acercarse a la puerta de mi casa, vengan con Calleja.
¿De verdad piensan los políticos que no los vemos, entonces, como lo que parecen: niños que se afanan siendo buenos el mes de diciembre para garantizarse sus regalos de navidad?
Cuando el poder se alarga tanto en el tiempo, tanto que puede comprar su propia mayoría y desincentivar cualquier oposición, tanto que se percibe a sí mismo más como un propietario que como un administrador, tanto que la política se vuelve en su gestión más semejante a un negocio grupal que a un proyecto común, tanto que la diferencia entre ciudadanos ya no es si están arriba o abajo sino si están dentro o fuera, tanto que se cree autorizado a suplantar la voz del pueblo (representar no es suplantar) e imponer en el baile del día a día una sola canción, su canción… cuando el poder se alarga tanto, digo, se aísla y se convierte, consciente o inconscientemente, en algo impuesto (impuesto sí, aunque votado), en algo lejano que se percibe privilegiado y a salvo de nuestra capacidad de influencia. En sus salones, la democracia, cada vez menos solicitada, cansada de bailar sola, se ensimisma y se vuelve pura fantasma invisible.
Cabezuela es un ejemplo.
Por eso hay que tocar cada vez que haga falta (y cada vez con renovado entusiasmo) la vieja canción de la izquierda municipalista y sacar a bailar a la democracia, que la vea el pueblo.
— ¿Y si no quiere?
— Entonces sí que habremos perdido, todos y todas y, a lo mejor, para siempre.