Enseguida reparé en la diferencia entre el comportamiento de los españoles y el del resto de las personas implicadas en la ceremonia. No me refiero a la diferencia entre el comportamiento de las futbolistas españolas y el de las inglesas, que era el que se espera en tales circunstancias, sino el que se percibía entre organizadores, directivos e invitados de lujo. Pensé que quizás haber ganado el campeonato perdonaba la observancia de un mínimo protocolo. En el caso de doña Leticia, por ejemplo, percibí una alegría más propia de una mujer cualquiera celebrando un éxito de género, que de una primera dama celebrando uno de estado; lo cual, para decirlo todo, me gustó. También pensé que quizás, al día siguiente, se avergonzaría un poco; pero el momento (definitivamente) justificaba aquella explosión de sororidad.
Era una fiesta y en todas las fiestas hay un imbécil que necesita hacerse notar. Las papeletas para esa rifa las tenía todas un individuo grande y calvo frente a cuya penetrante sonrisa y desencajada mirada, como a través de cuyas grandes manos y fuertes brazos, debían obligatoriamente pasar las festejadas jugadoras sin excepción. Comunicaba propiedad, el calvo, posesión, como si fuera él quien pagara la cuenta, pero no era discreto. ¿Recuerdan cuando Franco movía los labios como un ventrílocuo mientras Carmencita mandaba un mensaje a los niños del puto mundo? Eso fue discreto.
Él sabía que la cámara (por proximidad, pues a la cámara no le interesaba él) le enfocaba y que eran las futbolistas sus carmencitas, como la reina, como las mujeres todas del puto mundo. Él se demoraba en sus efusiones, demostrándolo; pero no parecía seguro de que lo que él tenía tan claro lo tuviese tan claro el puto mundo, así que aumentó la apuesta. Yo hubiese pedido su dimisión aunque no hubiese besado a nadie. Por zafio, por vulgar. Por enseñarle qué es ser español (según él, según los suyos) al puto mundo.
No un hombre, una persona honesta consigo misma, para la que el mundo no sea una cosa tan simple como lo es para los votantes de Vox, habría reflexionado (una reflexión que, si no idéntica sí equivalente, el que escribe ya hizo en su momento, como muchos de su edad, para no perderle el respeto a lo que aún pueda ser de sí mismo) y habría dado cuenta con sus actos de lo que la evidencia le reclama, de lo que vieron claramente los ojos del puto mundo.
En vez de eso, el calvo miente, retuerce, ensucia, se reinventa a sí mismo como un león melenudo que, acorralado entre sus propios excrementos por mentirosas calientapollas feminazis y felones estalinistas, va a vender cara su dura piel, viril, agarrando con una mano la bolsa del dinero ajeno que administra a su antojo y sus nunca suficientemente admirados genitales con la otra. Me da vergüenza que sus argumentos funcionen, que sus pretextos sean aplaudidos, que pueda encontrar la forma de escapar a algún tipo de razón irracional, chusca, falsamente ingeniosa, injusta. No tiene razón. No tiene razón. No tiene razón. No tiene razón. No tiene razón y va a perder; pero mientras aguante el gesto tiene la fuerza de esa mezcla de venganza, cobardía y orgasmo que en su cabeza parece un coco que nos asusta; tiene eso y la atención (que aprovechará, porque es un aprovechado, obviamente) del puto mundo.
Va a perder, sí: va a perder aunque gane. Pero (porque lo que aprendí desde que decidí ver ese partido hasta hoy es que no vi sólo un partido de fútbol, sino que lo que vi nos implicaba a todos e importaba como una vindicación y significaba como una oportunidad histórica) debería de perder para que ganen otro campeonato, quizás más importante, al puto mundo las campeonas del puto mundo.