[LA OVEJA NEGRA] Hijas e hijos de puta, la fruta del árbol de la política institucional
GERMÁN VALCÁRCEL | Tomen el título de esta columna como un homenaje a esa insigne política, faro y guía de la derecha española, la presidenta de la Comunidad de Madrid. Ya saben que el éxito de la clase política se sustenta en que nos tienen a todos contestando y debatiendo sobre las necedades y estupideces que dicen, en lugar de pensar y debatir sobre cómo romper el nudo que nos ata a sus manipulaciones y mentiras. Nos enzarzamos en estériles enfrentamientos y disputas sectarias, obviando las graves consecuencias que sus decisiones están ocasionando a nuestras vidas.
Hace ya muchos años, el para algunos caduco y trasnochado Carlos Marx escribió: «El Ejecutivo del Estado moderno no es otra cosa que un comité de administración de los negocios de la burguesía», cambien burguesía por corporaciones financieras y nos encontramos ante la descripción de lo que son los gobiernos de la práctica totalidad de las instituciones de este país. Esa forma de gobernanza está dejándonos más cerca de la mafia que de la democracia, y a punto de caramelo para que los próximos gobernantes sean una coalición de aventureros, amigos de narcos y posfascistas que acabarán siendo los beneficiarios. Y es que los pueblos votan cosas extrañas cuando se cansan de que la realidad no se corresponda con el deseo y solo les queda la esperanza de la llegada de un circo, el que sea, para que, por fin, puedan verle el culo al payaso de turno.
La política institucional se ha convertido en la patria de los delincuentes, y desde que lo normalizamos y aceptamos hemos dejado atrás cualquier posibilidad de lograr una sociedad más justa, equitativa y sana. Hemos aceptado e interiorizado, sin ninguna resistencia política e intelectual, una partitocracia clientelar, excluyente y acrítica que ha servido de adormidera de la ciudadanía. Con un PSOE que, ejerciendo el papel de control y “disciplinamiento” de las clases populares, hace cuarenta años nos echó encima el agua fría de sus poquedades, cuando la sociedad española llegaba armada de candor y verdades absolutas. Un falso socialismo -plagado de golfos y carteristas- que se ha llevado por delante la ilusión de millones de españoles al limitarse a desenterrar, sobre todo en la España profunda, el uniforme de cacique. Caciques que han mangoneado y mangonean los presupuestos autonómicos y municipales en exclusivo beneficio propio y de sus redes clientelares, todo bajo la sombra protectora de unas siglas que en la memoria colectiva representaban las viejas tradiciones de la lucha social y del igualitarismo. Hace una década, con Podemos se repitió la operación y arrasó con las pocas esperanzas que le quedaban a la izquierda social.
En espacios geográficos cerrados y poco poblados, como es el Bierzo, se hace muy evidente. Desde que hace cuatro años me instalé de forma definitiva e ininterrumpida en Ponferrada (hasta entonces iba y venía) he visto la cara más fea de la sociedad, una sociedad que necesita de la impostura para mantener el crédito. Pero mi desolación es, sobre todo, debida a haber constatado que aquí no existe -seguramente ya en ningún sitio- la más mínima posibilidad de pelear por un proyecto emancipador. Todo lo más resistir.
Hace tiempo que tengo claro que discutir con gentes que sustentan sus posiciones políticas en absurdos “identitarismos” es perder el tiempo. Todo esfuerzo en transmitir otra ‘visión’ a quien ya posee la suya es baldío, no merece la pena, es una tarea inútil y, además, está muy mal visto en ciertos ambientes políticos, periodísticos e, incluso, intelectuales. Es más, empiezo a pensar que es de mala educación tratar de convencer al “otro”.
Hemos aceptado e interiorizado, sin ninguna resistencia política e intelectual, una partitocracia clientelar, excluyente y acrítica
Expresar públicamente que existen otras lecturas sobre cómo debería ser el metabolismo socioeconómico hace que la credibilidad de quien lo hace corra más peligro ante la acusación de agorero, marisabidillo o de pedante que ante la de, qué sé yo, corrupto o prevaricador. Pero lo que uno termina descubriendo, y los hechos lo confirman, es que las catetas “elites” políticas, funcionariales, empresariales y sociales locales solo tienen un principio que realmente les sacude el corazón: que nunca lleguemos a estación alguna donde ellos no controlen la taquilla.
Lo ocurrido esta semana en España me confirma que las personas que participamos, en mayor o menor medida, en la ‘modélica transición española’ somos espectros de otro tiempo, de un tiempo ya pasado. Un pasado que destruimos y olvidamos, cometiendo la mayor deslealtad que como pueblo se puede cometer. La mayoría de personas (las autocalificadas de izquierda) de mi generación ayudamos a abolir la memoria colectiva de todos los españoles y a dar por buena la no-verdad franquista, en aras de una transición que iba a permitir construir una democracia plena.
Cincuenta años después, los hechos demuestran el fracaso y los devastadores resultados de haber tomado esa opción. A base de desmemoria, hemos construido una democracia vacía y una ciudadanía que ha interiorizado, metabolizado y convertido el cinismo, la resignación y el sectarismo en valores.
No obstante, a servidor, de naturaleza simple, nostálgico derrotado, aceptando que vivimos tiempos de contradicciones y sabiendo que es difícil concebir utopías como producto genuino de entelequias ideológicas, le sigue valiendo como punto de partida aquella vieja sentencia de Octavio Paz: «El hecho que haya habido respuestas equivocadas no significa que las preguntas no sigan vigentes», y más sabiendo que el siglo XX, mi siglo, nos muestra su historia en un gran cementerio donde yacen con millones de sus víctimas: el capitalismo clásico, el nazismo, la socialdemocracia europea, la izquierda revolucionaria, el comunismo, el maoísmo, la era del conocimiento, la promesa tecnológica y la globalización. Todos fueron sueños planteados sobre ‘verdades absolutas’. Todos se han esfumado, pero aun ante esas sepulturas y mientras haya personas que sigan sintiendo vergüenza de este mundo injusto, tendremos esperanza de desuncirnos de esta noria.