[LA OVEJA NEGRA] La sociedad inteligente
GERMÁN VALCÁRCEL | Vivimos en un mundo donde la inteligencia nos rodea: inteligencia artificial, casas inteligentes, oficinas inteligentes, automóviles inteligentes, teléfonos inteligentes, relojes inteligentes, electrodomésticos inteligentes. La inteligencia se ha trasladado fuera de las personas. Se nota, solo tenemos que observar la sociedad, o las redes sociales, para darnos cuenta de que la inteligencia ha abandonado a eso que se autocalifica de homo sapiens. Los humanos nos hemos convertido en un subproducto con un conjunto de instrucciones instaladas para ejecutar ciertas tareas, somos ingenios mecánicos sin voluntad ni pensamientos propios, meros recursos para consumir y generar plusvalor para el capital.
El capitalismo, con la tecnología y la “información” como herramientas, ha podrido, de forma parece que irreversible, la economía y las sociedades occidentales y occidentalizadas. Nuestra antropocéntrica civilización ha terminado construyendo sociedades deshumanizadas y embrutecidas.
La democracia liberal, y sus instituciones actuales, no son otra cosa que vacuos fetiches que sirven para mantener los privilegios de los de arriba y para que las grandes corporaciones se hagan con los bienes comunes. La política ya no es otra cosa que una pútrida cloaca en la que pugnan intereses particulares; el sindicalismo, el ecologismo, el feminismo y la mayoría de los movimientos sociales, las supuestas disidencias, acaban siendo, salvo raras excepciones, nichos de mercado que terminan siendo instrumentales y fortaleciendo al sistema vigente.
La cultura, una vez transformada en industria del ocio, se vende al peso y a granel, y sirve para ocultar, tras el goce estético de lo fragmentado, la totalidad fáctica del capitalismo. La información, salvo contadas y muy marginales excepciones, no es otra cosa que formación y manipulación descarada de las masas.
La escuela y la universidad, transformadas en industria del conocimiento, son meros centros de reproducción del modo de producción capitalista y espacios de alienación que embrutecen al estudiante para someterlo a los intereses del estado y de personas que se aprovechan de esos “conocimientos”. Esos centros de “conocimiento” configuran a los estudiantes convirtiéndolos en simple mercancía del sistema capitalista. Al terminar sus estudios ocuparan un puesto en el escalafón de los más fuertes: simples consumidores del engranaje mercantil de una sociedad idiotizada. El fascismo ya no necesita correajes y ni botas, le basta con manipular a unas masas cada vez mas embrutecidas con mentiras, manipulaciones y demagogia para envenenar la convivencia y conseguir el enfrentamiento.
El capitalismo y la economía clásica no aceptan que operan en un sistema aislado y limitado. Las sociedades nacidas de la revolución industrial precisan energía y materias primas que se extraen del entorno natural para llevar a cabo las actividades de producción, distribución y consumo. Una vez realizadas esas actividades económicas, los residuos que generan vuelven al medio natural, ya sea a la tierra, el agua o el aire. Se me dirá que se puede reciclar, pero, incluso haciéndolo, en el proceso se pierden no solo materiales, sino también energía, disipada debido a la entropía, es decir, a la transformación o cambio de estado de la energía por la segunda ley de la termodinámica.
Mientras todos los seres vivos que habitamos el planeta somos sistemas abiertos, dependemos del intercambio con el exterior para mantener nuestras funciones vitales, la Tierra que nos cobija no es un sistema abierto. Al contrario, la biosfera se caracteriza por ser finita, por no crecer y por ser cerrada.
Con la parálisis, renuncia y derrota de lo que se llamó izquierda, el airecillo liberal se convirtió en huracán neoliberal que nos trajo la globalización. Y con ella el crujir de los viejos cimientos de las sociedades occidentales y de sus usos y costumbres, desembocando en una civilización absolutamente podrida, encaminada al colapso y al desastre, que hace de la guerra, el crimen y el expolio su forma de mantener su actividad y de lograr los recursos –cada vez más escasos- necesarios para su funcionamiento. Aunque, si somos rigurosos, hay que decir que las atrocidades no son nuevas; el capitalismo nació y creció con el colonialismo.
Imaginar es un ejercicio de libertad que sostiene los proyectos de decrecimiento que algunos defendemos
Todo apunta a que, si no ponemos rápido remedio, nos ahogaremos en un naufragio antropocéntrico. El derrumbe civilizatorio no viene incluido en los genes de la especie, sino que es el resultado de las opciones que en cada momento tomaron los que tenían las riendas del carro de la historia. Y el conjunto de esas elecciones nos ha conducido hasta aquí: al límite definitivo, a la frontera final con la biosfera a la cual pertenecemos y nos debemos.
Tildar de profetas del Apocalipsis y de conspiranoicos amargados a quienes critican de forma radical al sistema capitalista es la forma de intentar acallar a quienes cuestionan uno de los tabúes más incuestionables y destructivos de la dogmática sociedad moderna: el crecimiento.
No hay ninguna profecía apocalíptica en las tesis decrecentista, ni es una doctrina de salvación, sino un diagnóstico descarnado -basado en datos científicos- que no ofrece salvación, solo orientaciones para una lucha de largo recorrido que implicará, tanto enfrentamientos directos y estrategias de contrapoder como procesos sociales de desconexión o huidas de los modelos de conducta dominantes. La elección de unos caminos u otros, por parte de los objetores del crecimiento, dependerá de sus particulares condiciones subjetivas, éticas, culturales y políticas.
El decrecentismo surge de un análisis crítico de la situación del planeta, no trata de imponer un orden social dogmático, no prescribe unos modos u otros para ejercitar la voluntad de cambio de rumbo. Es más, al menos desde mi forma de entenderlo, ni siquiera se opone al mercado, pero sí a la lógica capitalista y a la ideología de mercado que lo rige y que antepone el interés privado al interés general. Tampoco es una apuesta por la salvación de algunos (ojo con lo que ciertos partidos o personajes públicos pretenden vendernos como decrecimiento, no es más que empobrecimiento y miseria para los de abajo: en definitiva, ecofascimo) sino por los derechos de las mayorías y minorías, sociales y biológicas, que viven en este planeta.
En estos tiempos de aceleración hacia el desastre ecológico y climático, el decrecimiento programado es el requisito para el cambio de rumbo. Significa la prefiguración de un mundo más justo y equitativo, y de las formas de llegar a él, explorando otros caminos en las bifurcaciones de la historia. Las tesis decrecentistas no pretenden imponer un modelo determinado de utopía, ni delega en vanguardias supuestamente esclarecidas la concepción y el diseño de las formas convivenciales, sino que promueven el derecho a la imaginación en todo el cuerpo social. Imaginar es un ejercicio de libertad que sostiene los proyectos de decrecimiento que algunos defendemos. Imaginar, como sostienen los zapatistas, es también un ejercicio de contrapoder. El campo de la imaginación decrecentista es inmenso, sin más límites que los que la propia energía creativa colectiva se imponga a sí misma. La imaginación y la inventiva participativa es el fundamento de las prácticas por el decrecimiento. El objetivo último es que la colectividad posea el control real.
En el contexto actual, hablar de decrecimiento es analizar las tensiones y complejidades del posneoliberalismo, de los retos de la lucha por la democratización de los bienes comunes y el poder de las autonomías; del clasismo, neocolonialismo y violencia que lleva aparejado, la supuesta lucha contra el cambio climático y la transición energetica que nos pretenden imponer desde las elites de esta parte el mundo.
Es desde las tesis decrecentistas desde donde únicamente nos podemos enfrentar al extremismo y barbarie de la derecha. Esa derecha que enarbola como modelo de organización social una hipotética “libertad” personal por encima de todo, que exige un Estado débil y con pocos recursos, pero dedicados a la represión y la guerra. Que defiende que las grandes corporaciones –los nuevos señores feudales- puedan comercializar los recursos del planeta y las vidas de sus habitantes a voluntad, sin preocupación alguna por el planeta, ni por las poblaciones que viven donde haya recursos que explotar y “poner en valor”. No les importa arrasar geografías enteras, contaminar sus ríos o desplazar sus poblaciones. Lo acaba de decir sin ningún pudor el nuevo presidente de Argentina, Javier Milei, en Davos: “la justicia social es intrínsecamente injusta”.
Saber lo que está en juego se convierte en fundamental y disponer de una visión global, en algo vital. Por eso, como sostenía Goethe: “Es necesario repetir la verdad una y otra vez, porque la mentira a nuestro alrededor también es constantemente repetida. No por los individuos, sino por las masas; en los periódicos y en las enciclopedias; en los colegios y en las universidades. En todos lados la falsedad está en la cima, cómoda y segura de que la conciencia de la mayoría está a su lado”.