[CARTAS] De balidos, aullidos y berridos
En un lugar de la comarca circular de cuyo nombre no quiero acordarme, ha mucho tiempo que vivía una valiente oveja negra que campaba por sus altos y llanos, luego de que un buen día decidiera saltar la alambrada y seguir su propio camino, desengañada, decepcionada, incomprendida e ignorada por el rebaño de sepulcros blanqueados con el que solía compartir terreno y pasto.
Poco a poco se fue dando cuenta de que no sólo eran en balde sus advertencias y llamadas de alerta ante la, no inminente llegada, sino permanente custodia que sobre ella y sus compañeras ejercía una despiadada jauría de mezquinos lobos, henchidos de soberbia, necedad e ingorancia a partes iguales, sino que empezó a percatarse de que, por muy raro que resultase, los agresivos e indolentes custodios parecían no representar peligro alguno para el resto de las ovejas, las cuales se mostraban más molestas por las continuas señales de peligro lanzadas por la oveja negra que por la manifiesta posibilidad de ser devoradas en cualquier momento.
Había quienes dentro del rebaño, aún sabiendo que la amenaza era real, preferían no sólo mirar para otro lado, sino que a veces incluso participaban animadamente de las infundadas críticas y pretendidas humillaciones contra aquella oveja negra cuyo único pecado parecía ser llamar la atención sobre los evidentes peligros que acechaban a quienes incluso estaban dispuestas a compartir un rato con sus potenciales verdugos con tal de alimentar su vanidad -y estupidez-, sin ser conscientes de que precisamente eran aquellos quienes podían darse el atracón.
La ignorancia se antojaba como la madre de su perseverancia… en el error. El mínimo atisbo de rectificación era rápidamente reemplazado por la jactancia de quien desprecia lo que ignora y por la miseria de quien prefiere abrazarse a la inmoralidad reinante antes que enmendar su error. Tantos años de sequía intelectual y visceralidad asilvestrada no habían dejado rendija alguna por la que un poco de aire fresco se colara con la tambaleante esperanza de insuflar unas ráfagas de raciocinio a aquellas mentes que no sentían vergüenza ni remordimiento alguno de su carácter iletrado, del que poco o nada habían hecho por abandonar en tanto tiempo. Incluso presumían con sorna y mofa de su incultura… quizás sin ser conscientes de que el problema no reside en ser ignorante, sino en negarse a dejar de serlo.
El caso es que un buen día, harta de tanta estulticia, la oveja negra decidió abandonar el terreno donde se encontraba. Y no lo hizo saltando -como erróneamente dijimos al principio-, sino que lo hizo atravesando la alambrada por un amplio hueco que siempre había estado allí, pero que al parecer ninguna de sus compañeras se había percatado de su existencia. Demasiado ocupadas en fortalecer su encanallamiento, quizás eran más de obtener un guiño de sus guardianes que de poder librarse de su hostigamiento. ¿Hipocresía, cobardía, cinismo, ignorancia supina, temeridad? ¿Mentes enfermas?
Como decíamos, la oveja negra atravesó decidida y a la vez tranquila el hueco de la alambrada; una vez fuera, no pudo evitar buscar la mirada de los lobos, quienes inexplicable y visiblemente nerviosos pusieron su mirada en cualquier lugar excepto en los ojos de la oveja negra. La cobardía, que en verdad era la que regía sus mentes, había engullido esa ferocidad de la que siempre alardeaban ante las presas débiles.
Al día siguiente, aunque el resto de las ovejas sabía pefectamente que el rebaño no estaba al completo, todas siguieron con sus rutinas tratando de ignorar la ausencia de su compañera, al tiempo que empleaban sus escasas sinapsis neuronales en arrancar de sus mentes y conciencias la «afrenta» que para ellas había supuesto la «traición» de la oveja negra. Sí, efectivamente, repudiaban a quien había «osado» ejercer su libertad.
Puede resultar estéril tratar de alertar a un rebaño enfermo, donde un buen número de sus cabezas aspira a ser lobo algún día. En cualquier caso, gracias a ovejas negras y medios que todavía les dan voz, algunos lobos sin disfraz y otros con piel de cordero han de seguir desviando su mirada y camuflando su cobardía.
Y aunque no sean conscientes de ello, el resto del rebaño quedó sin saberlo en deuda con su compañera, que siguió luchando por ellas en el alto y en el llano de aquella comarca circular, de cuyo nombre todos presumían pero que muy pocos realmente defendían.
Gracias, Oveja Negra. Y disculpas por los errores de concepto que pueda contener esta fábula, cuento, realidad… o lo que sea.
Lobo Estepario
P.D. «Lo que más odia el rebaño es a quien piensa de modo distinto; no es tanto la opinión en sí, sino la osadía de querer pensar por sí mismo, algo que no saben hacer» (Arthur Schopenhauer).