[LA OVEJA NEGRA] Una mirada al pasado para entender el presente
GERMÁN VALCÁRCEL | Es bien conocida la cínica afirmación de Paul Joseph Goebbels: “Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Buena parte de las supuestas verdades de la Transición española, que la mayoría de los españoles toma por evidencias, no son sino mentiras repetidas hasta la saciedad. Vamos camino de cumplir medio siglo desde la muerte del Caudillo y seguimos aceptando, como tesis de partida, la gigantesca mentira histórico-política con la que hemos comulgado o fingido comulgar desde su muerte.
Los que tenemos una edad y memoria sabemos de primera mano cómo fue la Transición y quiénes y cómo la hicieron posible. En el fondo y sin necesidad de demasiados ejercicios sociológicos o históricos, no debemos extrañarnos de lo ocurrido. Franco designó a su sucesor, murió en la cama y, no lo olvidemos, en el poder. Los ciudadanos no fuimos sujetos históricos del “cambio”, el régimen de “libertades” fue concedido desde arriba y ordenadamente; entre otras cosas porque en la España de la época el antifranquismo real residía en las parroquias, aun cuando la oposición oficial residiera en las catacumbas comunistas y masonas. Puede decirse que las homilías y pastorales de los obispos progresistas y curas obreros, seguidores de monseñor Tarancón, marcaron mucho más el final del franquismo que todos los panfletos comunistas juntos.
La constante repetición de lo maravilloso de nuestra Transición, mediante un relato pervertido que altera el significado unívoco de los hechos, puro cinismo de pseudo historiadores, periodistas serviles y políticos felones, de estos últimos estoy pensado en ese miserable trilero sevillano que responde al nombre de Felipe del Gal y la Cal, padre político de toda esa morralla de sinvergüenzas patológicos, de caraduras ajenos a lo que dicen representar que hoy asola la representación institucional de la izquierda español, o en Santiago Carrillo, el hombre que llevo a aceptar, a la izquierda más radical, la herencia de Franco, la Monarquía de Juan Carlos de Borbón y a liquidar al PCE. Por eso el régimen del 78 siempre estuvo tan agradecido a ese estalinista sin escrúpulos.
Esa permanente repetición de mentiras ha conseguido efectos devastadores, al encontrar un lugar en la memoria de la gente y ha permitido que muchos trepas carentes de dignidad e ideología hayan secuestrado instituciones y partidos en beneficio propio y, unidos y compinchados con los vástagos de la más irrespirable España negra, se hayan convertido en los dignos herederos de aquel universo sin alma, aquella cosa que ni siquiera fue fascismo a la europea, sino solo provinciana porquería de caciques de cabeza enferma, que bajo la tenue capa de barniz brillante con que los revistió la farsa de la llamada Transición, ha permitido fecundas carreras políticas y nos han traído a la pútrida cloaca que son hoy las Instituciones y la sociedad española.
Esos son los cimientos de la España de hoy, esos son los componentes de la olla podrida en que se ha convertido este país, esa es la cultura social y política de la que venimos, la que ha dado la cosecha de fruta podrida que hoy llena parlamentos, judicatura, medios de comunicación y redes sociales. Esa es la explicación al pútrido y soez clima político que nos rodea. Ese es el humus en el que ha crecido la cosecha de políticos que hoy en día sufrimos, soportamos, padecemos y nos representan.
Escasas esperanzas quedan ante la pasividad de la mayoría social de un país como el nuestro
La cruda realidad es que el franquismo nunca se fue, lo tenemos cotidianamente en nuestras vidas y lo peor, está impregnado en la cabeza de millones de españoles. ¿De dónde creen que nace Vox y una parte muy importante de la reaccionaria derecha social española? Es la España casposa de siempre, eso sí, digitalizada y con redes sociales. Incluso algunas partes del electorado del PSOE, son fácilmente identificables como herederos de aquella España negra, sectaria y reaccionaria. Quienes malamente sobrevivimos en pequeñas poblaciones de la España profunda bien lo sabemos y sufrimos.
Poco se puede hacer en un país en descomposición como el nuestro, en el que sus sumisos ciudadanos agachan la cabeza y miran para otro lado, en lugar de rebelarse, ante el latrocinio al que nos están sometiendo una miserable casta política hundida en un mar de incompetencia, corrupción y de ignominia, que se dedica a lo único que les importa: sus intereses bastardos.
En este país de desmemoria, poco se puede esperar de una ciudadanía infantilizada e infectada por el virus del sectarismo (el tú o los tuyos más, aparece en cualquier conversación sobre política) con una sociedad que delira y se moviliza, casi exclusivamente, por el fútbol. Escasas esperanzas quedan ante la pasividad de la mayoría social de un país como el nuestro y en las condiciones de degradación actuales, un país que camina hacia el desastre.
Esta mediocridad de país es tierra fértil para ladrones, estafadores y que hacen con él lo que la avaricia, la prepotencia y la impunidad les instiga y lo que nosotros, con nuestra mediocridad y cobardía, solapamos. Sigamos atontándonos, olvidemos la dignidad -con eso no se come, sostienen los pancistas- y sigamos entregados, en las redes sociales, a la burla de unas elites políticas y económicas que hacen de nosotros marionetas, marionetas de esa mediocridad clasemediana que sueñan con un pisito hipotecado, un automóvil, unas vacaciones pagadas con préstamos, un sofá de Ikea y una cena precocinada, comprada en Mercadona, mientras ven la tele o “trasteando” en las redes sociales con el smartphone. Es entendible, soñar sale muy caro y los bancos no financian sueños, ni con interés compuesto.
Sostenía el escritor francés Albert Camus que “fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma y que a veces el coraje no obtiene recompensa”; otros, a base de decepciones y años hemos aprendido que los españoles hemos aceptado ser sumisos en lugar de revolucionarios, adaptables en lugar de contestatarios. Que hemos optado por hablar el lenguaje de nuestros enemigos de clase, creyendo en “el progreso” y, sobre todo, asumiendo mansamente el comportamiento que los amos siempre han soñado de los esclavos.