[LA OVEJA NEGRA] Las resistencias y las luchas reales no están en los medios de comunicación ni en las redes sociales, ni en Netflix
GERMÁN VALCÁRCEL | Me gustaría pensar que las redes sociales, donde hay mil tontos por cada mente lúcida y mil palabras torpes por cada palabra consciente, no son un reflejo real de nuestra sociedad, sino solamente una cloaca por donde circulan los peores detritus de nuestras comunidades; o que los políticos que rigen nuestros destinos son nada más que una casta aislada de sociopatas egoístas y codiciosos narcisistas que no representan a nadie más que así mismos. Pero mucho me temo que, en ambos casos, son el espejo fiel y, en parte, responsables de la polarización del mundo actual. Con la inapreciable complicidad y ayuda de los medios.
Hace años que vengo sosteniendo que si hacemos de temas triviales el centro de nuestras discusiones y transformamos los importantes, al debatirlos superficialmente, también en triviales, y ponemos a personas incompetentes y mediocres ocupando lugares predominantes, al frente de nuestras instituciones –lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Con la elección de su Presidente es un magnífico ejemplo- entonces estamos hablando de sociedades fallidas.
No conozco el motivo, pero a la mayoría de la gente le gusta la mezquindad y el entumecimiento intelectual. Por eso tienen éxito y son festejados los que nos hacen reír con tonterías, los acosadores y hostigadores, y no quienes pretenden despertarnos a la realidad y nos lastiman diciendo la verdad, intentando informarnos para que nos vayamos preparando para el colapso de la Civilización Industrial. Un colapso que va a llegar como consecuencia de la crisis global y multidimensional que vivimos, caracterizada por el caos sistémico, las crisis climática, la ruina ecológica y las guerras por los recursos.
¿Cómo no despreciar a los que, en estos días aciagos, se comportan como pollos o gallinas sin cabeza, mientras defienden sus pequeños botines, sus privilegios? No quieren verse en el espejo que les pusieron; menos aún en la oleada de expresiones de odio que se ha desatado, como consecuencia de una manera de entender el mundo, basada en «el progreso y el desarrollo», totalmente depredadora, responsable de habernos conducido a estos tiempos de guerra, rapiña y muerte. Más de sesenta conflictos bélicos hay documentados en el planeta.
La inmigración que llega a Europa y EE. UU. ha descorrido el velo, obligando a las sociedades europeas y estadounidense a mostrar, con cinismo y desfachatez, lo que por muchos años se intentó encubrir. La novedad es que ahora se ve cómo todo ese totalitarismo solapado está en la naturaleza misma del sistema en el cual vivimos y que definimos como democracia. No es casual que las dos sociedades que la “inventaron”, la ateniense, que acuñó el término, y la estadounidense, que le dio su forma moderna, hayan tenido esclavos. Hoy, al fin, todos podemos ver lo que realmente se esconde tras ese término, tan manido y manoseado, y que ha servido para intervenir y rapiñar, a sangre y fuego, en cualquier lugar del mundo en su nombre.
Es curioso que se siga insistiendo, desde los voceros del sistema expendedores de incienso eurocéntrico, que el orden liberal se basa en la pluralidad de valores y en la tolerancia a modos de vida diferentes, Falso. El orden liberal no tolera una austeridad en la decencia y la dignidad. Al contrario, desean evitar a toda costa que los ciudadanos tengan una vida sencilla y sostenible, una vida tranquila y austera. El capital, que es el auténtico orden de las llamadas sociedades liberales, necesita, por un lado, la incontinencia competitiva ávida de sonajeros y colorines, y, por otro lado, un “Otro” empobrecido y pisoteado, excluido y marginal que no tiene nada (ya conocemos lo que los neoliberales, disfrazados ahora de anarco capitalista, dicen sobre la justicia social: es aberrante) y que con ello justifica la bondad de la vida consumista de ricos y clasemedianos, en definitiva, el clasismo, el trabajo explotador, el consumo patético y los ocios vergonzantes.
En ninguna parte es socialmente tolerada la persona austera y simple, sencillamente porque no tiene valor económico y social, de ahí viene el desprecio, tanto a derecha como a izquierda, de las tesis decrecentistas. No contribuyen a la demanda en el mercado, no fomentan el crecimiento ni la competitividad y, con total cinismo, los acusan de negar la innovación. En rigor, la gente austera practica una vida de anti sistema.
Es el hombre blanco y la cosmovisión nacida de la Ilustración y la Modernidad la responsable, no la humanidad entera
Por eso, los defensores del metabolismo capitalista presentan a esta clase de gente como una especie de luditas que nos quieren volver a las cavernas y que se niegan al “progreso”, personas negativas, “conspiranoicas”, aburridas y tristes, y el “pueblo” rápidamente entiende que eso no “mola”, que lo que “mola” son los viajes, las cañitas y hacerse selfis en playas, montañas y naturaleza en general, convertidas en parques temáticos o polideportivos, o viajar, los de mayor poder adquisitivo y más narcisistas, a lugares exóticos, para presumir de “viajeros” (habrá que recordarles aquello que decía Kapuscinski: viajero es aquel al que el lugar al que va lo transforma y el turista es aquel que transforma el lugar al que llega) o practicar turismo sexual con adolescentes, dejando detrás una juventud precarizada que ahoga sus frustraciones en alienación, drogas y demás. En definitiva, consumir como si no hubiera mañana. Ciertamente, así no lo hay.
Si algo he aprendido, durante los últimos años, es que incluso los que nos consideramos críticos con nuestra civilización arrastramos un fuerte eurocentrismo que nos lleva a creer que es la especie humana en su conjunto la responsable de la grave situación por la que atraviesa nuestro planeta, ya que tendemos a olvidar que es exclusivamente nuestra civilización la responsable de la destrucción del mismo, es el modo de vida occidental el que envenena, destroza, exprime, explota, esclaviza. Es la cosmovisión que hemos impuesto a sangre y fuego, allí donde nos ha interesado, esa que falsifica en los mapas hasta el tamaño real de los países y continentes, para ocultar la pequeñez europea.
Tendemos a olvidar que, a pesar del inmenso genocidio perpetrado por el hombre blanco (luego nos sorprenden respuestas como el terrorismo) aún quedan unos pocos seres humanos viviendo en perfecta armonía con su entorno. Son personas a las que nuestra cultura/civilización aún no ha exprimido, devorado y despojado de su propia identidad (me vienen a la memoria la tenaz resistencia de los pueblos mayas zapatistas, cada vez más acosados y reprimidos) como ha llevado a cabo con la inmensa mayoría de nuestra especie, desde hace al menos quinientos años.
Esos otros pueblos, a los que hemos destruido, o tratamos de destruir, no son los que deforestan sin medida, contaminan los mares, secan ríos y degradan el aire, consumen sin sentido ni medida, ni juegan a ser Dios, ni piensan que el planeta está ahí para ser usada, mercantilizado, para nuestro provecho sin límite alguno.
No, lo que está haciendo que el planeta esté a punto de volverse invivible para nuestra especie, de paso para otras muchas, es la cultura en la que hemos crecido y que se basa en la idea del crecimiento continuo, hasta el infinito, en un planeta finito al precio que sea, arrasando lo que sea, siempre insaciable, siempre ávida de nuevas conquistas, de nuevos territorios usando los métodos más viles, siempre planeando cómo aniquilar y conquistar mejor al enemigo.
Es el hombre blanco y la cosmovisión nacida de la Ilustración y la Modernidad la responsable, no la humanidad entera. Mientras no hagamos una relectura crítica de nuestros cimientos culturales, jamás podremos poner freno a la barbarie que llevamos en nuestros genes culturales. Seguiremos poniendo parches o inventando la etiqueta «eco o sostenible» para seguir haciendo lo mismo bajo otra nominacion.
Si queremos tener alguna esperanza, escuchemos a las personas más lucidas y críticas de nuestra civilización, como Pier Paolo Pasolini: “Incluso si hacemos todo lo que podemos, no hay garantía de que los problemas se resuelvan, las extinciones se eviten, el colapso se anticipe. Pero la parálisis solo garantiza el peor resultado».