[PAJARITOS Y PAJARRACOS] Engaño a la catalana, engaño a la berciana
XAN DAS VERDADES | Los políticos catalanes del llamado procés, no huidos, han sido condenados por el Tribunal Supremo. No osaré descalificar o poner tacha al fallo de una sala tomado por la unanimidad de siete magistrados. En cambio, sí me apunto a comentar una trabajada exposición del texto de la sentencia que concluye que los convictos engañaron al conjunto de los catalanes.
La sentencia es explícita al reputar al procés como una engañifa monumental.
Considerado como tal en su conjunto, dos hitos vertebran ese argumento cardinal: el atropellado referéndum con intención de arropar a una quimera inalcanzable, y la bufa proclamación de la independencia de unos segundos para recular de inmediato.
Toda una opereta impropia del calado de un país con el seny como divisa, en el que se jugó a la ruleta rusa con la emotividad de unos sentimientos respetables. Los jueces concluyen que los encausados sabían de antemano que todo lo que prometían era un imposible que en ningún caso se cumpliría.
Se trataba de introducir a una parte de los catalanes en una ficción de facto, en una ilusión irrealizable sin reparar en las secuelas del encuentro con la realidad. O sea que lo que vimos en la pantalla fue la versión secesionista del Show de Truman al pan tumaca.
Aunque sí nos atenemos a las reacciones parece que muchos catalanes no han leído esa deducción de la sentencia, y si lo han hecho no se consideran burlados y por tanto tal conclusión les resbala. Más allá del rigor de las condenas, del desborde emocional en curso y de las consecuencias venideras, ese embuste masivo, por más que algunos se empeñen en ignorarlo, es una tomadura de pelo a los catalanes.
Era una hipótesis racional soportada en conjeturas, y tomó solidez pasando a ser una conclusión firme atada con contradicciones, desdichos y renuncios de los acusados. Por cierto que, en desacuerdo con los argumentos y penas de la sentencia, un abogado de la defensa, quizás el más brillantes de cuantos ejercieron en el proceso, afirmó que ha sido un juicio justo.
Engañar a los ciudadanos por parte de los políticos, es algo recurrente que la mayoría de las veces sale gratis. En esta ocasión, por ejemplo, no se les condena por pitorrearse de la gente porque, sencillamente, no es delito. De eso sabemos por aquí un huevo, al tener muy reciente el desenlace de un embauque histórico perpetrado por nuestra clase política contra toda la ciudadanía.
Aunque de muy diferente temática, también hemos tenido nuestro “procés” por lo que tiene el mismo de imperdonable engaño: la farsa del carbón eterno, cuyas secuelas gravitarán sobre nosotros y nuestros descendientes durante décadas. Una bola alimentada y sostenida con el ánimo de negar el fin de la minería del carbón hasta su cierre efectivo: una intolerable mentira, colada a la gente a sabiendas que lo era.
En vez de reconocerlo sin ambages y afrontar con inteligencia y resolución lo que se nos venía encima, prefirieron instrumentar la confusión y alargar la agonía, propalando sin rigor alguno que nuestro combustible fósil tenía futuro. Una insistencia tozuda en mantener al desahuciado coleando que contrastaba con la imprevisión del día después, tal como ocurrió. Con la inminencia del óbito y en la certeza de que solo había pasivos en herencia, se produjo la desbandada de los chupópteros en vida dejando tirado al cadáver caliente para que el común apencara con la orfandad, el duelo y la ruina.
Era una patraña coral en la que todos estaban de acuerdo, desde el poder local al autonómico. Ante la falta de talento para crear alternativas a ese desafío, preferían dar un barniz de falsa confianza y agarrarse a la brocha con la esperanza de que, como otras veces, la cosa se arreglara sola. Los estertores fueron un puro teatro; un ir y venir sin llegar a ninguna parte. Trataban de convencer al personal que luchaban por la única meta salvadora resumida en la majadería del eslogan de cabecera: Después del Carbón, el Carbón.
La Ciuden no se había pensado para apalancar al muerto del carbón, sino para ofrecer alternativas sólidas a su inesquivable desaparición
Hicieron de todo, menos lo que de verdad tenían que hacer. Quien esto escribe ya lo advirtió avanzados los años 70, coincidiendo con un repunte de la relevancia del carbón térmico por un brutal incremento de los precios del petróleo. Decía, y lo dejé por escrito, que aquel momento dulce del sector era el idóneo para colocar las bases del post carbón que, gustase o no, estaba condenado a desaparecer sin remedio.
Excuso decir que aquello, a los mandamases, les entró por un oído y les salió por el otro. Para qué dar pábulo a verdades incómodas, si ellos disfrutaban del que pensaban era el botellón carbonero de los mil años venideros. Y así con tiras y aflojas se agotó el siglo, pero ya con la alerta encendida de que al carbón le había llegado su hora.
Daba igual, seguían en las mismas, pasaban de los vaticinios y se mostraban refractarios a asumir una realidad que por nueva les superaba. Aceptarlo era un incordio, pues comportaba aparcar la pereza, centrarse en crear opciones de futuro, y trabajar intensamente en consolidarlas. Y eso no era plato de gusto para los del momio seguro.
Hubo oportunidades para evitar el desastre, y así los multimillonarios planes Miner se esfumaron sin aprovechar con cabeza su caudal financiero. Primaban la protección a la voracidad extractiva de un empresariado minero que, oliéndose el cerrojazo, depredaba a placer; y las payasadas inversoras de municipios y otros entes públicos; como también el mangoneo sindical en el parto y reparto sin criterio reconversor serio.
Calcinada esa ocasión de oro, deciden engancharse a tope en una ocurrencia descerebrada de la Ciuden para seguir mareando la perdiz: el mito del carbón limpio a perra gorda. Quien esto escribe volvió a advertirlo de una manera reiterada: eso no era una solución sino un embarque absurdo. La Ciuden no se había pensado para apalancar al muerto del carbón, sino para ofrecer alternativas sólidas a su inesquivable desaparición. Embarcarla en aquel inútil experimento era lastrar la fundación con una absurda metedura de pata, que tuvo efectos negativos en las expectativas de las cuencas mineras y sus áreas de influencia.
Me duele haber acertado, cosa por otra parte fácil de adivinar hasta para un crío de EGB que intuyera por donde iban a discurrir los nuevos tiempos. No se yerra al afirmar que esa gran trola, alentada por una penosa clase política, nos ha dejado fuera del circuito del progreso. Los bercianos, lacianiegos y babianos del presente y del porvenir, no deberían olvidar este engaño del carbón eterno, ya que en esa vicisitud se consintió la devastación ambiental que era el preludio de la ruina moral y económica.
Cuando una clase política mediocre y desaprensiva toma el mando cualquier tropelía es posible, y más si a la incompetencia se le une la corrupción, siempre atenta a sacar cacho de las coyunturas anómalas. El uso de las mentiras de gran calado como las referidas suele tener una autoría colectiva para protegerse en la impunidad del grupo; no así quienes las padecen que se ven desamparados en la resignación que se nutre de las desgracias generalizadas.
El primer caso provoca fisuras y enfrentamientos irreconocibles en el ámbito familiar. También fracturas sociales, inestabilidad política e institucional, y efectos indeseables en la economía y el comercio, heridas que necesitará de décadas de sutura.
El segundo no reproduce episodios cainitas, las familias andan menos reñidas cuando el pan y el trabajo es lo prioritario. La fractura social no ocupa la atención en los dominios de la debacle, la depresión que uniformiza la lastra. Y las peleas de altos vuelos políticas e institucionales son lujos para sobrados que aquí suenan a chino.
En cambio esos efectos, aunque de menor recorrido mediático, son mucho más lesivos porque llevan aparejados con ellos a los cuatro jinetes del nueva apocalipsis: depresión económica, ruina moral, devastación ambiental y despoblación irreversible.
Estos son los resultados de la gran mentira, de la que nadie quiere asumir autoría y menos culparse de su efecto demoledor. La valentía de los políticos para responsabilizarse de sus actos aquí brilla por su ausencia; al menos en el caso catalán los políticos, en la picota o en el olimpo, dan la cara con nombres y apellidos.
Habría que tipificar como conductas delictivas, las de cualquier instancia de poder que de manera fría, oportunista y consciente, mienta a los ciudadanos. No se trata de criminalizar los razonables incumplimientos sino de reprochar económica y penalmente la deliberada instrumentación de las gentes con mentiras y promesas a sabiendas que no se van a cumplir.