[LA OVEJA NEGRA] Detener el crecimiento, esa es la lucha
GERMÁN VALCÁRCEL | El fracaso de las izquierdas occidentales es, para mí, una de las causas y la consecuencia de los avances y auge de los autoritarismos y de los neofascismos. Una progresía clasemediana, liberticida (en España la ley Mordaza y la gestión del Covid les acerca mucho a los totalitarismos que dicen combatir) llena de clichés y lemas manidos, egoísta y narcisista, que confunde caprichos con derechos, batucadas, ordenadas procesiones y “performances” con protestas y resistencias, es totalmente ajena a la degradación y empobrecimiento que nos rodea. Una izquierda que, aunque se apropió del término, nunca fue anticapitalista, todo lo más antiliberal.
Al margen de su falta de imaginación y de las reiteradas y constantes traiciones a las ideas que dicen defender, el origen del fracaso de la caterva de fatuos, impostores, narcisistas y oportunistas que representan en las instituciones a eso que se llama izquierda (tiene colonizados, también, sindicatos y la mayoría de los movimientos sociales) parte de haberse limitado a aplicar, en su práctica política, el modelo neoliberal, eso sí, aplicando cuidados paliativos para que duela menos. Más allá de sus proclamadas intenciones, el papel histórico de las izquierdas ha sido, en los hechos, el de promover el amansamiento del proletariado.
Eso fue posible durante una larga fase de auge de la sociedad capitalista; pero, actualmente, ya no lo es. El pastel es cada vez más pequeño y ya nada pueden ofrecer al lumpen de precarios que, mayoritariamente, conforman la actual clase trabajadora. El capital, como consecuencia del desarrollo tecnológico, ya no necesita de buena parte de la población y las izquierdas institucionales se limitan a defender a su clientela electoral: la decreciente clase media. Esta situación es terreno favorable para la barbarie, al considerar a amplios sectores de la población como sobrante, como humanidad-basura.
Acabar con el capitalismo no consiste en una distribución equitativa basada en el crecimiento o en categorías como el dinero, el valor, o el trabajo; es indispensable profundizar en la crítica de la producción capitalista, para eliminar esas categorías y no limitarse a un cambio de régimen de su propiedad. La injusticia social no es lo que hace único al capitalismo, existía antes. Es el valor y el trabajo abstracto, el dinero y la mercancía, el capital y el dinero que lo representan los que han creado una sociedad totalmente nueva. Si de veras queremos entender cómo funciona el capitalismo, debemos excavar un poco más. Lo primero es entender que, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, las economías se organizaban en torno al principio de valor de uso.
En un escenario donde los recursos, para sostener el actual metabolismo socioeconómico, comienzan a escasear, desaparecen especies, los ecosistemas y el clima se desequilibran y la vida empieza a desmoronarse, es necesario sustituir, de forma urgente, la ideología de la expansión y la competitividad por una ideología de colaboración.
Necesitamos un enfoque totalmente nuevo. Hay que aprender no solo a proteger sino a enriquecer los ecosistemas, desarrollar nuevas formas de concebir nuestra relación con las otras especies, los bosques y los ríos. También es necesario, además de manera urgente, otro modelo de agricultura, si no queremos morir de hambre.
Nadie puede decir honestamente que sabe cómo organizar la vida tras el final de esta civilización actual. Pero, al menos, si sabemos que, como sostienen desde el movimiento por el decrecimiento –nacido de las tesis de Latouche- es necesario priorizar la sustentabilidad ecológica y el bienestar social, una redistribución radical de los recursos, una reducción material de la economía global, fomentar la solidaridad, los cuidados, la justicia ambiental, la autoorganización y la autonomía, dentro de los límites planetarios. En definitiva, cambiar los valores comunes. La locura por el crecimiento infinito solo sirve para enriquecer a las elites, a costa de depauperar a más del 80% de la población mundial, y para acabar con toda forma de vida en el planeta. Somos una civilización obsesionada con la expansión y el crecimiento. Es falso que no haya alternativas. Si nos fijamos en las comunidades que viven en estrecho contacto con la tierra, hoy en día, podemos encontrar pistas de en qué consiste la verdadera inteligencia ecológica.
Necesitamos evolucionar más allá de los dogmas del capitalismo, nacidos de la Ilustración y la Modernidad
Si queremos avanzar, vamos a necesitar descolonizar nuestro pensamiento, descolonizar al antropocéntrico y supremacista eurocéntrico que, como occidentales, llevamos dentro; conocer nuestros mitos, nuestras metáforas a la hora de debatir, mitos que sustenta todo el entramado ontológico del capitalismo, mitos que consideramos verdades absolutas, el más potente es del crecimiento perpetuo e infinito.
De los diferentes mitos de los que nos hemos ido dotando, el mito del crecimiento es, sin duda, el más intransigente, el que mayor celo ha puesto en la persecución de cualesquiera otros imaginarios. El crecimiento sin límites es la gran aportación del capitalismo al panorama de los integrismos. Ahí es donde está su verdadera dimensión política, su eficacia, su capacidad para persuadirnos de que no estamos siendo persuadidos. Ahí radica su pretensión de destino. Nos dicen, nos repiten machaconamente, que no caben políticas (o sea, decisiones) distintas porque la cruda ‘realidad’ económica (o sea, el destino) no las permite. “Hay que ser realistas», afirman. El lector, ya conoce lo que sostenía el escritor francés Georges Bernanos al respecto: “El realismo es la buena conciencia de los hijos de puta”.
Lo grave del mito del crecimiento no es su carácter mítico. No, lo grave, lo pernicioso de ese mito, es que convierte a otros mitos en objeto de desprecio y desdén. Salir de él requiere salir de rutinas que tenemos grabadas en la mente, de las ideas que han quedado profundamente integradas en nuestra cultura, de las ideologías que configuran nuestra política.
Como sostienen los zapatistas, si queremos escapar de las jaulas sociales del capitalismo, tenemos que buscar las grietas en el muro de la dominación tejida por este sistema destructor de la Tierra y de toda forma de vida humana y no humana, antes de que sea demasiado tarde. El capitalismo, el crecimiento sin fin, en el que se sustenta, ha encajonado y empobrecido nuestras vidas. Es necesario buscar riqueza en la simplicidad. Si no somos capaces de hacerlo, los problemas ecológicos, climáticos y de recursos se agravarán, hasta convertir el planeta en un lugar inhabitable para la especie humana.
Necesitamos evolucionar más allá de los dogmas del capitalismo, nacidos de la Ilustración y la Modernidad. Explicar bien los problemas, no perdernos en estériles debates. No hay debate posible con quién está instalado en el dogma capitalista, como no es posible hacerlo con quien cree en el dogma del Espíritu Santo. Ofrecer una visión realista desde los postulados de la teoría ecológica y de la economía ecológica que nada tiene que ver con el ecologismo político, ni con el simplismo de la mayoría de los colectivos ecologistas, repletos de titiriteros, saltimbanquis y trepas que solo buscan negocio, dinero o prestigio social. Sí, sé que también hay gente honrada y bien intencionada, pero esos saben que mi crítica no se refiere a ellos.
Escuchemos a Eduardo Galeano cuando nos dice que:«Quizá sea momento de cambiar, de soltar, de mandar todo a la mierda y volver a empezar. Quizá sea el momento de sacarle un sol a esta tormenta, de reírse sin parar, de volar sin tropezar. Quizá sea el momento de encontrarnos, abrirnos los ojos y largarnos a soñar».