[PAJARITOS Y PAJARRACOS] El tren de la derrota
XAN DAS VERDADES | Sucedió una mañana de 1995 en una carretera desierta de Wyogming que cruza de norte a sur una inmensa pradera plana y despoblada.
Venía de visitar la enorme mina de carbón a cielo abierto Gillette, muy cerca de las Black Hills, famosas por ser el escenario de la batalla de Little Big Horne en la que el general Custer sacrificó al Séptimo de Caballería y donde la descomunal escultura del indómito Caballo Loco, todavía en ejecución, compite en tamaño con las caras de los presidentes de EE.UU talladas en la rocas del próximo Monte Rhusmore.
Me dirigía a Colorado, a Boulder, en la falda este de las Montañas Rocosas, muy cerca de Denver, la capital energética y del clima de la nación y en el entorno de las estaciones de esquí de Vail y Aspen. Frenado, esperando el paso de un tren, en la rectilínea carretera a una distancia equidistante entre esos dos lugares tan conocidos y carismáticos. En medio de una estampa desolada que contrastaba con la enjundia del plató histórico del que venía y de la promesa del próspero y ecovanguardista escenario al que me dirigía.
Una monotonía obsesiva, sólo alterada millas atrás por el cansino balanceo de las bombas petroleras, al que un semáforo en rojo del paso a nivel, ante el que me encontraba, ponía el contrapunto vertical a las inmensidades planas. Parado en perpendicular a la vía férrea me dispuse a observar el pausado discurrir del tren que se aproximaba con dos locomotoras tirando en cabecera. Más de un centenar de vagones eternizaron la espera hasta que de nuevo dos nuevas locomotoras, empujando en la cola, anunciaban que esa gran procesionaria de la pradera nos devolvía la soledad truncada.
La vaciedad que resurgió tras el paso del gigantesco convoy me impresionó, se reveló apabullante, tanto que esa gran inmensidad recobrada me hizo percibir el inquietante suspense que ocultan los espacios abiertos; ese mismo que capturó magistralmente Hitchcock en Con la muerte en los talones, concretamente en la escena de la avioneta de fumiga los solitarios maizales del Midwest.
Había reparado más veces en el tedioso paso de esos largos trenes americanos que cruzan las planicies y montañas de interior de ese país, tanto da que sea desde California a Nueva Inglaterra, que del Golfo de Méjico a los Grandes Lagos, o desde la atlántica Florida hasta a las Costas del Pacifico Norte.
En una ocasión en el pleno desierto de Arizona tuve la oportunidad de observar un convoy interminable desde una inigualable perspectiva. Estaba en las proximidades de Kingman a unas 100 millas de la bulliciosa Las Vegas, al otro lado de la gran presa Hoover que embalsa el río Colorado hasta el Gran Cañón; allí, en ese lugar anónimo en cuyo entorno se conserva un tramo de la Histórica Ruta 66, quedé impactado viendo el pasar de un tren descomunal por una curva de amplísimo radio que ofrecía la visión singular de la totalidad del convoy desde la primera locomotora hasta la última unidad rodante.
Un espectáculo difícil de ver salvo en un trazado de esas características. Tras esa soberbia visualización sucedió otro tanto que en la pradera, de nuevo una desnudez fóbica acaparó la vastedad esteparia, tal como sí los grandes trenes que no paran estuvieran abonados a los dominios de la soledades extremas.
Este placebo del Corredor Atlántico es el premio de consolación por el chasco del AVE
Son trenes de mercancías, de cisternas, contenedores plataformas y tolvas que con su paso certifican la condena de los territorios intermedios que cruzan. Trenes de mal agüero que casan con los paisajes que dormitan o agoniza; trenes que conjuran el desarrollo de los ámbitos de tránsito al deberse solo a puertos y mercados de destino. No son trenes para traer un ápice de vigor, ni un gramo de futuro, ni un cesto de alegría, ni tan siquiera un aliento de esperanza. Vienen a incordiar y sobre todo a recordarnos que la prosperidad nos pasa por delante del morro sin olerla ni palparla.
Los trenes nunca han sido acompañantes queridos, los edificios habitados en todo el mundo siempre le han dado la espalda, al tiempo que las fachadas principales pugnan por asomarse a calles, plazas y carreteras. El paisaje de las partes traseras con su desconchados y tendales son los habituales de los trazados viarios. Al tren solo se le indulta en las estaciones para recoger o dejar pasajeros, y después se devuelve al submundo de los tedejones y patios traseros.
Esa lógica sólo se rompió cuando el tren se convirtió en un objeto de deseo por sus nuevas prestaciones de comodidad y prontitud; y ese tren en nuestro país tiene un nombre AVE, el tren que nos niegan y que de verdad necesitamos. Hay trenes y trenes, los que torpemente quieren vendernos porque nos van a usar como un trazado que secciona el territorio sin vertebrar nada; y los otros trenes que unen, cosen y desarrollan, a esos trenes que soñamos con hacerlos nuestros nos referimos.
Esos otros trenes, los que necesitamos y nos niegan, son los que hacen llegar a gentes de otros lugares y que con su sola presencia nos enriquecen; los trenes que acercan con facilidad a sus casas a los seres queridos alejados, y en los que además llegan el talento, la innovación y el progreso. Son esos mismos trenes que necesitamos y nos niegan, los que llevan a las personas a encontrar su oportunidad, los que abren las mentes cerriles al verse ante nuevos horizontes, los trenes que consiguen que lo local sea reconocido en lo global como importante, apreciado y competitivo.
Pero esos trenes que nos niegan no necesitan del refuerzo de locomotoras ni de encadenar tropecientos vagones para pasar sin parar a toda máquina. Esos trenes, los buenos trenes que nos niegan, tienen el nombre del pájaro que ya voló porque la cucaña de la peor política nos lo hizo perder; sobre todo porque ninguno de nuestros representantes, y ninguno es ninguno, luchó con determinación para evitar que un panoli nos robase el derecho a un tener un tren redentor y digno.
Los de siempre llevan una temporada dando la vara con un enredo llamado el Corredor Atlántico, son los mismos que estuvieron desaparecidos en defensa del AVE. No presté atención a lo que estimaba era un tenderete euro-logístico parido en el Gran Hermano común de Bruselas para su puzzle comercial, y con el que de paso quieren dar cancha, sin capacidad de decisión alguna, a una nómina de políticos ociosos y paletos que se pirran por figurar donde nada pintan.
Ya puesto, leí lo suficiente para reafirmarme. Y ahora, con más razón no entiendo el porqué de ponerse tan cachondos en esa bacanal ferroviaria del más largo, más potente y más rápido con el que están todos encoñados. No falla, dicen que es vital consolidar el dichoso Corredor como si algo nos fuera en ello; y por más que me esfuerzo no le encuentro el punto de raciocinio para montar esta cruzada.
Va a ser que de lo que se trata es de aparentar, aunque nada decidan. De vender al personal que se ocupan y algo tienen que ver con un asunto de mucho boato. Y ninguna trascendencia, porque ya viene enlatado para consumir solo en origen y destino, mientras a los demás nos dejan entretenernos contando vagones en marcha.
El Corredor Atlántico, con sus grandes trenes, no vale ni para que echen carreras a su paso los tontos del pueblo
El Corredor Atlántico podrá tener su provecho para los puertos occidentales ibéricos, y puntualmente para los llamados puertos secos o los nudos o hubs intermodales; lo que no es
nuestro caso, con lo cual el interés para nosotros es de cero patatero. Si acaso, aprovechan el tiro a diestra y siniestra los que pretenden que miremos su dedo en vez de a la luna, cuando es sangrante deslizar que este placebo del Corredor Atlántico es el premio de consolación por el chasco del AVE. La sola insinuación no deja de ser es una estupidez sin pies ni cabeza sustentada en una mentira trapera.
El AVE sí era un medio de comunicación estratégico para anclarnos con base a un porvenir optimista; una infraestructura con utilidad y sentido que nos devolvía al mapa del que nos sacó Pepiño, el frecuentador de gasolineras, con el placet de su señorito cazurro y bolivariano al que aún le lamen el culo cuatro descerebrados. En cambio el Corredor Atlántico, con sus grandes trenes y a las velocidades que dicen que va a circular, no vale ni para que echen carreras a su paso los tontos del pueblo, menos mal que hoy esos hacen Rolex con los troncos de los chopos o se han metido a políticos.
Un suponer, pongamos que consultamos desde la niñez a la mocedad, y de la madurez a la clase pasiva para atinar con el motivo de ese repentino celo de sus mandarines en apoyo
del Corredor Atlántico. Lo tendrían difícil de adivinar, salvo que den por sentado de que se trata de una nueva mamadera.
Todos saben que en nada va a beneficiar el Corredor Atlántico a los pasivos habitantes de Torre, o de Villaverde de los Cestos, o de Toral de los Vados que verán a los gigantescos trenes pasar delante de sus narices. Exactamente lo mismo que todos esos pueblos anónimos y olvidados del interior americano, que ven pasar a los grandes trenes que le seccionan el territorio, con una particularidad, allí no se les ocurre montar el número de pedir el apoyo para un asunto que está decidido y que en nada les beneficia.
Truman Capote jamás habría relatado el paso de los interminables trenes amarillos que pasaban por Holcomb-Kansas si ese apartado lugar no hubiera sido el escenario del sanguinario crimen en que basa su novela A sangre fría. Esperemos que no sean motivos tan trágicos los que atraigan a autores del futuro, cuando relaten el pasar de esos trenes de 750 metros que dicen atravesarán nuestra Tierra.
No hay que equivocarse, este culebrón ferroviario tiene sus trampas y ante ellas hay verdades que no admiten medias tintas: si el AVE era el tren del triunfo, el Corredor Atlántico representa al tren de la derrota.
Y puestos en la tesitura, personalmente prefiero que nos dejen tranquilos y que no nos martiricen con ese corredor inservible. Prefiero un Bierzo bucólico y aislado buscando su propio camino, que a esa orgía de vías, alambradas y catenarias al servicio de un tráfago ferroviario que nos es ajeno.