JUAN CARLOS SUÑÉN | Casi me dio pena ayer escuchar a Albert Rivera, no porque hubiese perdido, sino porque parecía perdido asumiendo sin asumir y disponiendo (sin ponerse a su disposición) una ejecutiva nacional urgente y un congreso extraordinario. Dudaba (me pareció) de que pasara lo que le pasaba, al contrario que sus adversarios, convencidos de que les había pasado alguna cosa que no, que ni de lejos les ha pasado.
Por ejemplo, casi me atraganto de risa escuchando a Pablo Casado acusar a Pedro Sánchez de haber convocado unas elecciones que «no hacían ninguna falta», como si él acabase de llegar y no se hubiese pasado los días y las noches maldiciendo contra la única investidura razonable, investidura (o sea) que, si no se produjo, fue porque no pasó lo que él no quería que pasase. Si hubiese ganado habría presumido de ser el artífice necesario de una convocatoria que los españoles se merecían, etc… ¿De verdad no se ha dado cuenta de que gracias a esta repetición inútil su partido ha logrado salir de un agujero muy, pero que muy profundo?
También me sorprendió («casi» me sorprendió) la circunspecta determinación de Pablo Iglesias, insistiendo en una severidad debilitada por el hecho, incuestionable, de que bajo su liderazgo, la formación que tanto prometía in illo tempore ha vuelto ver adelgazar, y no por poco, su influencia parlamentaria. Demasiados votos perdidos por el camino desde entonces, y demasiados cadáveres arrojados por la ventana (por la ventana de oportunidad, se entiende). Cuartos; y doblados por la ultraderecha, para más inri.
Sin casi, Abascal, don Santiago, causóme miedo y asco a partes iguales, o casi iguales. Que hayan duplicado sobradamente sus anteriores resultados dice poco del sistema educativo de esta casi democracia nuestra y nos recuerda que el petit franquismo con el que cada español viene al mundo desde el año 1939 nunca muere del todo. Vox me da miedo porque España me da miedo también.
Podríamos vernos abocados a sufrir una de esas legislaturas trastabillantes, conflictivas y breves
¿Y Errejón? Por Errejón sentí la misma ternura que hubiera sentido viendo a «un corderito en una comedia» (John Keats); pero porque a estas alturas un intelectual es una cosa que «se encuentra entre los arbustos» (El Mundo Today), o en el bolso de alguna madura profesora de arte, pero no en el escenario político, más dado al disfrute de tragedias de acción absurda que a la celebración de la lógica.
No me olvido de Pedro «Pirro» Sánchez, pero es que lo que dijo me supo casi a déjà vutras hacernos bailar abrazados a su poca cintura (tres tallas menos, van). Creo que hizo (¿o izó?) un llamamiento al desbloqueo, pero no sé si hablaba del suyo o del mío, porque yo a esas alturas no dejaba de hacer números ni de asombrarme de que Rivera hubiese convertido a su partido, en el mismo día (y sin querer), en el hazmerreír de la refriega y en la bisagra que podría, si este país fuese otro país, permitir a Sánchez prescindir de los independentistas más recalcitrantes. Contaba: Sánchez, más Iglesias, más Rivera (o quien corresponda), más Esteban, más Errejón, más Revilla… ¿Salen las cuentas? Luego me fui a dormir y soñé que, a cambio de ese acuerdo, en Castilla y León Ciudadanos y PSOE le hacían al PP una moción de censura. Casi me caí de la cama, dice Raquel.
Pero la España de papel, me temo, (ya bien despierto), está llena de doctores de estrategia y popes de realidad cuya doxología se impondrá con pureza suicida y, de ser así, podríamos vernos abocados a sufrir una de esas legislaturas trastabillantes, conflictivas y breves, que para casi nada sirven. Porque a terceras no iremos sin que rueden cabezas, eso seguro (o casi).