[LA OVEJA NEGRA] Rehenes
“Declarado el tirano, todo lo peor, la escoria del reino, no digo ya una pandilla de ladronzuelos y aprovechados, sino los que acreditan una ardiente ambición y una notable avaricia, se apelotonan a su alrededor y le apoyan para hacerse con parte del botín y convertirse en tiranuelos ellos mismos. Cuanto más roban, más exigen; cuanto más arruinan y destruyen, más se les entrega, más se les sirve, siempre más fuertes y preparados para aniquilar y destruir”.
Étienne de la Boétie, magistrado, escritor, poeta y teórico político. Discurso sobre la servidumbre voluntaria (1549).
GERMÁN VALCÁRCEL | Tengo un buen amigo que sostiene que, si en España no existe la mafia es porque su papel lo han asumido los partidos políticos. Aún no me atrevo a darle la razón, pero quizá esa afirmación no esté tan alejada de la realidad.
Lo ocurrido esta semana en el Congreso de los Diputados ha dejado algo claro: los ciudadanos somos meros rehenes en las miserables luchas por el poder de una casta política que, de manera piramidal —desde el Gobierno y el Parlamento hasta el ayuntamiento más pequeño, pasando por comunidades autónomas y diputaciones provinciales—, dirige y acota nuestras vidas. Atacan y controlan todas las parcelas de nuestra existencia. Limitan lo que podemos hacer, decir, producir, compartir o intercambiar con otras personas.
El Estado, en todos sus estamentos y sin excepción, está en manos de una élite autoasalariada con nuestros impuestos, al servicio del capital —ya sea nacional, autonómico, local o transnacional— y de sus propios intereses. Son, simplemente, sicarios, y como tales se comportan. Quien continúe engañándose o defendiendo las prerrogativas, corruptelas e injerencias de estos miserables en nuestras vidas se convierte, inevitablemente, en su cómplice.
El llamado Estado benefactor —si es que alguna vez existió—, capaz de limitar los excesos del mercado, compensar desigualdades, mitigar violencias extractivas o controlar contaminaciones masivas, ha desaparecido. En su lugar, tenemos un sistema que perpetúa el saqueo, la precariedad y la explotación.
En esta sociedad enferma, intentar debatir sobre el extenso catálogo de problemas que enfrentamos como humanidad te convierte en un apocalíptico. Tratar de introducir estos temas en el debate político y social, incluso entre los “ecologistas” —al menos en los sectores mayoritarios de mi comarca—, te convierte en un apestado, un excluido. En mi entorno, las actitudes fascistas y autoritarias no son exclusivas de la derecha o la extrema derecha. La “cancelación” es una práctica común también entre la izquierda y los autoproclamados progresistas.
Por más que se intente acallar y desprestigiar a quienes sostenemos que colaborar con el sistema nos hace cómplices del genocidio y ecocidio que perpetra el capitalismo, la realidad es innegable. Es necesario que la economía deje de ignorar las leyes de conservación de la energía. De no hacerlo, el precio que pagará la humanidad será su propia extinción. No son las ideologías ni las falacias políticas las que describen mejor los procesos productivos, sino las leyes de la termodinámica, especialmente la segunda: la ley de la entropía.
El fanatismo y el miedo al otro evitan enfrentarse a la realidad y refuerzan soluciones autoritarias
Esta ley —negada por los defensores del crecimiento infinito— demuestra que no existen mejores catalizadores de la energía solar que los empleados en las economías agrarias tradicionales: el buey, el arado, la moderación humana de los deseos. Dejar de confundir caprichos consumistas con derechos es una necesidad. Todo lo demás —incluido el Green New Deal, el regreso de la energía nuclear o la tecnolatría salvífica— supone la capitulación de la ética ecológica ante el mito de la abundancia perpetua del capitalismo.
Está científicamente probado que el planeta funciona como un sistema cerrado, sin flujo de entrada de materia, lo que implica límites ineludibles para la actividad económica. El stock de combustibles fósiles que ha sostenido la civilización industrial, así como los recursos materiales necesarios para su explotación, es finito. Esto es conocido desde los años setenta, cuando se publicó el informe del Club de Roma sobre los límites del crecimiento. Negar estas cuestiones, probadas científicamente, no es ser crítico ni escéptico; es ser un necio o un ignorante cegado por alguna ideología o religión. Que algunos no entiendan la evidencia científica no significa que no sea cierta; simplemente no comprenden lo que son las pruebas empíricas.
Por eso resulta tan penoso observar el comportamiento gregario de las masas: oleadas humanas alienadas por creencias o ideologías que ejercen la funcionan de los antiguos textos religiosos. Estas masas embrutecidas insultan a cualquiera que diga lo que no quieren escuchar. Sus debates, carentes de rigor, se sostienen únicamente en memes y consignas propagadas por los medios de comunicación, los gabinetes de prensa de partidos y empresas, y las redes sociales. Con una población temerosa, gregaria y seguidista, no es posible cambiar nada. Por eso soy tan escéptico respecto al futuro de nuestra especie.
En lugar de exigir libertad real, esas masas asustadas prefieren rediles con vallas más altas, perros guardianes y terracitas para tomar cervezas. Europa, occidente en general, se encamina hacia un “seguro” campo de concentración. La razón ha sido expulsada: ya no importa creer en lo que se dice, sino aceptar lo que afirman quienes ostentan el poder, por absurdo que sea. Hablar de colapso, cambio climático o límites del crecimiento te convierte en un friki o en un loco.
El fanatismo y el miedo al otro, alimentados por políticos y medios de comunicación, evitan enfrentarse a la realidad y refuerzan soluciones autoritarias, guerras imperialistas y el terrorismo fanático. Todas estas violencias son cabezas de una misma hidra: la hidra capitalista.
Si el panorama global y nacional es desolador, el local no solo no se queda atrás, es mucho peor. En El Bierzo, la tierra donde vivo, además de todo lo anterior, se respira el aire fétido del caciquismo más cutre y de las redes clientelares más miserables. Nada escapa a estas tupidas y putrefactas redes: ni partidos, ni movimientos sociales, ni empresas, ni la administración pública. Por eso Ponferrada, la capital comarcal, es una ciudad herida, en plena transformación hacia la nada. La precariedad material y existencial domina. Apenas queda vida en un escenario que parece una comedia bufa rodada en blanco y negro y sin presupuesto.
En esta comarca perdida, la idea de lo colectivo ha desaparecido —si es que alguna vez existió—, y los peores campan a sus anchas, robando los últimos recursos y subvenciones que llegan de las administraciones superiores. Se burlan de nuestra desgracia mientras organizan y disfrutan de menús homenaje al botillo, celebrados por mediocres enganchados al bercianismo más reaccionario.
Malvivimos bajo el escarnio de una clase media provinciana que ocupa los puestos de poder. Aquí, en esta tierra privilegiada por su geografía y clima, apenas quedan bondades, salvo los pequeños milagros cotidianos que ocurren al margen de este negocio miserable que nos ha convertido en cobardes. Solo somos sombras heridas, luchando por recuperar una dignidad perdida, incapaces de encontrar al niño lleno de vida y coraje que alguna vez fuimos. Nos vendimos por salarios, por migajas o por la tarta entera. Y aquí estamos, rodeados de cuentos absurdos, promesas rotas y una verdad inhumana que no queremos aceptar.