[CONTINENTES VACÍOS] Nos sustraerán también la primavera
MATEO ORALLO REGO | Una de las grandes ventajas de moverse en bus es la perspectiva caballeresca sobre el fenómeno urbano de la que uno se provee en ese medio y de ese modo. Algunos espacios de la ciudad, como medianas o rotondas, sólo son cómodamente observables sirviéndose del servicio de transporte colectivo de pasajeros.
En estas fechas, primeros compases del despertar natural que sucede al invierno, esos lugares mencionados se llenan de encanto. Son (se suman a los alcorques) algunas de las grietas por las que la naturaleza se cuela entre el asfalto y el hormigón y el ladrillo, como pasa asimismo en el solar baldío o a través de la baldosa, ay, quebrada. La postilla gangrenada que es la ciudad recibe cada primavera la visita de lo verde y, allí donde este no ha sido subyugado a servir a la manera de ornato, se avista un más acá de lo civilizado, un acontecer desprovisto de molde, un naciente oeste thoreauiano.
La oposición al devenir vital de las cosas que se gusta de ser la polis tiene uno de sus principales rituales —y si cabe el acto más macabro— en el cortar los céspedes. Margaritas, dientes de león y esas florecillas azuladas deliciosas que uno desearía hocicar cual Platero, el burro, son guillotinadas en el altar mecánico de los bajos de la maquinaria motorizada del personal del servicio de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Ponferrada en un ceremonial despiadado, endemoniado, exaltación pura de la devastación; solo empeorable en alguna distopía cinematográfica postapocalíptica cada vez menos distópica.
Casi escondidos bajo sones de sinfonía romántica, alcorques, medianas y las rotondas menos transitadas sobreviven algún tiempo a este pogromo. Allí brota la vida, tal y como es ella, en mezcolanza desencadenada. Mientras el goloso gusto insano y refinado de los aspirantes a lord escocés se recrea en la visión de sus céspedes-tapices (un lujo carísimo de mantener y ecológicamente nefasto), otros metros cuadrados de la ciudad, los menos nobles, se vuelven morada y juerga, algarabía, parada y patria para los refugiados menos agraciados del reino de la botánica.
Decía Thoreau que un hombre europeo, al lado de un haitiano, era “como una planta descolorida por el arte del jardinero” frente a otra sana, verde oscuro. Así un césped urbano del Temple o del Plantío configura una efigie ténebre y macilenta frente a los alcorques que van quedando abandonados a su suerte, frescos, fértiles, salvajes, húmedos y frondosos como pelvis empoderadas.
Ya ven: de qué vale que la vida, la belleza, el bien y la bondad acontezcan a una en la ciudad si esta se desprovee de aquellas —las siega—. Será cada alcorque, cada rotonda gozosa, lozana y felizmente olvidada; cada esquina dotada de una campanilla amarillácea, cada rastrojo triunfante dando sombra sobre el paramento del alboreo, cada tramo de ¿maleza? salvada de las nihilistas garras de las desbrozadoras; cada uno de esos universos de biodiversidad que recogen, absorben y retienen vida y agua serán, insisto, los que nos enseñen cómo ha de ser la ciudad venidera. Porque la ciudad venidera será renaturalizada o no será. Ya sería hora de darse cuenta. Porque podemos arrancar todas las flores ingenuamente pensando que crecerán otra vez y dibujar con extensos céspedes espacios de regadío similares a un turf de football o un lawn de tennis pero, a este paso, unimos la marcha a quienes van caminando hacia dejarnos también sin primavera.
Sí: se llevarán las flores y más tarde o más temprano joderán la primavera. Y en el mejor de los casos, y solo para los ricos y sus abogados, quedará nomás la reproducción técnica, artificiosa y cinematográfica de ella. En fin: lo de siempre: su canon estético, la aridez, nuestra ruina.

Las flores que serán segadas