JUAN CARLOS SUÑÉN | Literatura es duda. Vaya por delante. El mundo pasa y a su través pasan cosas y nosotros también. Servidor tiene ganas de escribir porque es su manera de comprender, y para ello escucha.
Primero llegan las palabras, casi antes que la imagen (si lo hiciesen «en lugar de» la imagen, la cosa cambiaría: este sería un artículo sobre literatura). Pero lo que nunca llega, tras la imagen, es el hecho, o el hecho que llega no lo asocia servidor a las palabras que había escuchado (¿en qué momento?, ¿en qué forma?, ¿dónde?), no se parece a la promesa que lo precedía. Las palabras, por tanto, no anuncian nada, no describen nada (si lo hiciesen, ya saben). Las palabras no hacen ya lo que hacían cuando, como verdaderos ángeles librepensadores (que no equidistantes), carecían de líderes.
Eso es así porque si, de repente, pudiésemos constatar la ausencia de un hecho asociado a un discurso concreto, estaríamos en posición de desacreditar tal discurso, y esa es una situación de poder que nos viene grande.
Leo: «Uno de cada treinta de habitantes de Castilla y León justificaría la violencia si su pareja evitase enseñarle el móvil o sus redes sociales». Obsérvese que hablamos de violencia, no de desazón. Servidor, a pesar de no ser un ser humano profesional, entiende perfectamente que un 3,33% de los habitantes de Castilla y León son idiotas sin diagnosticar.
¿Y si fuesen un 33,3% y ganasen las elecciones? No puede ser, porque a ningún partido que despenalizase el uso de la violencia en caso de ocultación al cónyuge de nuestra actividad en las redes sociales se le permitiría presentarse. ¿No?, ¿no?
Tenemos un problema con las palabras, con el discurso, y con la democracia que se juega en lo que esperamos tras escuchar lo que escuchamos. Un hombre, hace poco, en el bar Casablanca, de Magaz de Abajo, decía que la solución sería matarlos a todos, otro le respondía que habría que propinarle, a él, una buena patada en el culo y un tercero se mostraba ruidosamente contrario a las tesis de Darwin. Sólo era una conversación de bar. Sólo eran ese tipo de frases que tienes que soportar un día sí y otro también de la gente que tiene la solución definitiva a los problemas del mundo, y que, además, te la cuenta como si el idiota fueras tú. La solución, sobra decirlo, es siempre muy básica (y muy profesional):
— Matarlos a todos.
Pero esas no son las cosas que se votan en una democracia, esas no son las consultas que debemos hacer. No se somete lo visceral a votación, ni lo artístico, ni lo religioso (todas actividades excluidas de una administración de lo público que se desee pública; no hasta que se inmiscuyan en la gestión del común), sino lo funcional. Por eso, que se pregunte al noble pueblo de Ponferrada qué obras de tal artistas deben exponerse bajo tal puente no es más que una maniobra de distracción para no preguntarle a qué empresa debe adjudicarse determinado contrato. Los urbanistas, el propio artista y, en general, los expertos pagados a tal fin, deberán decidir qué se expone o no en un ambiente urbano determinado, o si unas farolas son bonitas o no lo son, o qué debe adquirir un museo o representar un teatro; pero cómo se gasta nuestro dinero, dónde va a parar el excedente de un sufrimiento del que viven muy bien nuestros políticos y aún mejor sus amigos emprendedores (los que se saltan la norma que dice que puedes ganar dinero o gobernar, pero no gobernar y ganar dinero), eso, eso sí es algo que debería de consultársenos. La gestión se cede, la contabilidad se vigila, la autoridad se ejerce.
— ¿Y si se quedan sin ideas, sin apoyos?
— Siempre pueden rescatar la autonomía leonesa, o gritar Gibraltar español. Nadie es más fuerte que detrás de una palabra así ahora que poner la ventanilla de cobro detrás de los cañones nos es de recibo.
La palabra educación flota por un momento en el aire, pero es abatida por una salva de libertad retórica.
Las palabras, decía, se han vaciado de su independencia en aras de una democracia que llegaremos a poner tan alta, tan arriba, que ya no seremos capaces ni de rozarla con la punta de los dedos (y habremos de rezarla rodilla en tierra). Leo que un par de idiotas que se hacían llamar Dios y Muerte se han dedicado a abusar de menores so pretexto de que el fin del mundo está cerca. Servidor, a pesar de no considerarse un ser humano profesional, justifica la desazón que nubla su habitual perspicacia en este caso porque, quizás (en este caso) es legítimo preguntarse si no eran, tal vez, los idiotas, realmente el Dios y la Muerte. Pero bueno, ahora sí, ahora este es un artículo sobre literatura, concretamente sobre los peligros de la literatura como certeza y no como duda; es decir: sobre qué pasa cuando los idiotas se apoderan de los conceptos, se identifican con los conceptos.