JUAN CARLOS SUÑÉN | El amor a la tierra se expresa más fuerte y mejor en la que nos rodea. Ese amor interior es una copia ingenua, sin embargo, una versión saludable, sin humos ni basura. Pero una versión que, si se arremolina y nos rodea, comienza a parecerse a una culpa disimulada. No se ama ya un entorno justificado sino una posesión no negociable (o sea: inútil) que nos permite carecer de plan y usar alegremente expresiones tan campechanas, incorrectas y posesivas como:
— Delante mío.
— Detrás tuyo.
Esta gente viaja, sin duda, con un entorno propietario que lo sigue y rodea allá donde la vida lo conduzca. El berciano, por poner un ejemplo, deberá presentarse portando al menos un par de cestas con muestra de pimientos, peras, castañas cerezas, etc… y lucir de preferencia gorra, sombrero o casco de ciclista (antes que boina), llevar tiznada la cara, cortas las uñas y presta la bolsa a cualquier convite. Deberá oler discretamente a petricor y a matanza; si fuera de la parte norte, se le concederá la licencia de usar chaleco en festivo, y si deviniere sofisticado (que se han dado casos) podrá beberse un vermú a la hora del ángelus; pero nunca, nunca, nunca hará o comprenderá costumbres castellanas tales como montar en bicicleta, defender los toros, ser católico, votar al PP, afiliarse a Netflix o llegar puntualmente a una cita.
Analicemos la frase del ínclito alcalde Díez: «El leonés no se siente castellano». Restemos, sumemos, multipliquemos y dividamos; hagamos la prueba del nueve y anotemos el resultado: «Un plato es un plato».
Se quedan sin batallas los políticos y el amor a lo nuestro se aparece en el horizonte del discurso como una puerta en el mar del naufragio.
Algunas frutas, no obstante, se abren mejor en épocas de bonanza, bajo el sol de la estabilidad.
En política, desengáñense, es mejor tener un plan que tener un amor.
Podríase entre tanto pedir que lo propio fuese, primero, materia y, luego, en efecto propio. Podríase pedir más administración de lo nuestro y más dinero del nuestro, mejores comunicaciones y más democracia directa. Podríase protestar allí donde las personas vean su tierra convertirse en el botín de las multinacionales de la devastación, en el basurero de un egoísmo minoritario tan leonés como castellano (o español, o norteamericano, o europeo): agujero en un mapa dibujado de encargo.
Podríase reclamar la gestión de una micro-economía moribunda, y la propiedad y administración de los recursos de una comunidad que se diría condenada al aislamiento antes por el interés regional (y hasta local) que por el autonómico o estatal.
Una característica transversal, al menos políticamente hablando, es la de adjetivar mal: lo «maquiavélico» no es un plan de sanidad de la Junta, señor Igea, que no resuelve las causas de su necesidad (eso es «surrealista», como mucho) sino que el señor Suárez-Quiñones, todo un consejero de Fomento y Medio Ambiente, se valga de su dandismo de magistrado para defender la quema de neumáticos y de biomasa como fórmulas magistrales que garantizarán la pureza futura de los aires bercianos. Tan buenas son y tan ricas ambas hogueras que no podemos creer que nos hayan tocado a nosotros.
Una vez que contra el plan de sanidad está ya todo el mundo, Podemos «exige» su retirada. La «exige» con dedito admonitorio tocado de pulsioxímetro:
— ¡Un plato es un plato!
Bien. Pues ahora que estamos todas a lo mejor convendría recordar que la comunidad con más ruralidad de España es Castilla y («y») León, y llamar a expertos en el asunto, consultar a demógrafos y cartógrafos y diseñar, de una vez, una defensa a cargo del común, un proyecto tan realista como humanista en el que, al menos, el esfuerzo no recaiga exclusivamente sobre el paciente.
Porque por el camino que vamos, en la próxima legislatura, el PSOE acabará presentando otro plan que será exactamente ese plan, pero leonés, o sea.