JUAN CARLOS SUÑÉN | Escritores e intelectuales leoneses (en su mayoría respetados amigos) defienden la autonomía de la «región» frente a a la actual organización territorial. Es decir: desean separar León de Castilla. Han firmado un manifiesto que en ningún momento me mostró nadie ni nadie me invitó a firmar, seguramente porque no soy leonés. Pienso eso porque no quiero pensar que no me consideren escritor (Gamoneda, firmante, tampoco es leonés, pero como buenos intelectuales debieron de preferir ignorar este detalle). Como sea: hay tres cosas que he decidido evitar en la redacción de este artículo: el ingenio, las escaleras y los puntos suspensivos. Dicho lo cual, procedo.
Vivir en un país democrático no obliga a suponer que cualquier decisión de tu gobierno es buena, y aconseja suponer que tampoco lo es cualquier decisión tuya. Vivir en un país democrático implica que te sacudas ese matonismo que tanto te gusta, esa superioridad más física que merecida y ese disfraz de padre de familia dispuesto a sacrificar a sus hijos para darles de comer. La democracia es más país que tú país, ya que es uno adquirido, uno al que nadie te ha forzado, uno que no depende de un destino divino, sino de una decisión personal. Un país no es una democracia, una democracia sí es un país.
El gobierno de un país democrático nunca, nunca, usaría tu manifestación de desacuerdo para acusarte de antidemócrata.
Un país democrático no permitiría a las grandes corporaciones y empresas instalar en las zonas pobres sus industrias más contaminantes. El fascismo, decía Mussolini, podría llamarse corporativismo, ya que es la mezcla entre el estado y los interese corporativos. Me suena.
Un estado democrático no abandonaría a sus zonas más pobres para obligarlas a dejarse matar por un puesto de trabajo. En un país democrático, la influencia de un político concreto no es el bien mayor. El bien mayor es –recordémoslo por enésima vez– común. En un país democrático, hasta los sindicatos saben que la vida de un trabajador es más importante que su puesto de trabajo.
En eso se basa el concepto de patria, en el hecho de que se puede crecer (vivir) en el mismo nido sin necesidad de sacrificar a ningún hermano. Si no fuera así, ¿qué sentido tiene que nos reunamos alrededor de lo que sea que nos representa? No necesitamos vender nuestros propios cimientos, podríamos matar a sueldo de cualquier mafia en nombre de la felicidad de nuestros hijos.
Pero si los más ricos pueden impunemente medrar a fuerza de tirar su basura en el patio de los más pobres, ni la democracia sirve para nada, ni el estado cumple su función, ni la patria (¡la patria!) significa, ni la autonomía vale.
No encuentro en el manifiesto de mis colegas una sola línea que mencione el hecho de que el Bierzo merece consideración y respeto. No encuentro alusiones a una política específicamente justa, específicamente humana. Entiendo la necesidad, y hasta la comparto (es cosa sabida que he defendido que es en el Bierzo donde deben de tomarse las decisiones que afectan al Bierzo o que, al menos, debe de ser escuchado y consultado), pero no veo el plan más allá de su dimensión política, de partido, de nueva centralidad. No sé cómo afronta la verdad de la vida esa promesa leonesa.
Sé que la derecha lo intentó cuando creyó que le beneficiaba y que lo desprecia ahora porque beneficiaría a la izquierda. Pero sé, también, que a pesar de que (insisto) entiendo la discusión y comparto la racionalidad de la apuesta, la política (como el pensamiento) deberían en estos momentos estar centrándose en cosas cuya urgencia reclama una atención al margen de distracciones estratégicas.
El paraíso es un lugar muy exclusivo. ¿Sólo para leoneses? La autonomía es la panacea o es sólo otro espejismo más. Cuando me dicen que debemos defender la república pregunto:
— ¿Qué república?
Ahora pregunto:
— ¿Qué autonomía? Entremos en detalles.
No. No me oyen, porque estoy en el Bierzo (no vivo en Madrid, como tantos leoneses) y este es un territorio que, como todo el mundo sabe, pertenece al reino de las hadas.
Cavad pozos y almacenad en ellos vuestros fastos y oropeles, vuestras cenas de vanidad y vuestras preciosas firmas. No valdrán más dentro de mil años si alguien los desentierra. El Estado no dedica suficientes recursos a las corporaciones locales, las autonomías no dedican suficientes recursos a las corporaciones locales, absolutamente todo el mundo vive bajo la administración de corporaciones locales, menos vosotros. Vosotros sois políticos o vivís en el reino de las hadas.
Los políticos han perdido su relación con el humanismo hace ya mucho tiempo; los humanistas, simplemente, han perdido la ecuación de los hombres. La ecuación de los hombre es sumamente sencilla: autonomía – coherencia = 0.
No quiero ser leonés antes que demócrata, ni berciano antes que demócrata, ni español antes que demócrata. No puedo ser autónomo si no soy coherente. La coherencia exige que los conceptos que apoyo garanticen que puedo vivir en un entorno elegido, en el lugar que amo, sin que nada lo ensucie y sin que nadie me explote.
— ¿Es eso lo que defendéis? No busquéis la hegemonía, entonces. Tenéis la desobediencia. La hegemonía es un mal sustituto de la desobediencia, como la influencia es un mal sustituto de la necesidad.
¿Equipararéis el servicio que prestáis (escribir, pensar) con un trabajo cualquiera? Trabajar con responsabilidad salva cualquier sistema, pero debe de ser retribuido en consecuencia a su esfuerzo, no a su nacionalidad, ni a su credo, ni a su prestigio. ¿Qué pensáis de la quema de neumáticos en Cosmos o de la naturaleza de industrias como Forestalia? ¿Qué tenéis que decir sobre el fibrocemento? ¿No erais escritores e intelectuales mientras esto pasaba? ¿No lo erais mientras se cerraban consultas médicas, o escuelas o ante la amenaza de cerrar registros civiles? ¿No lo erais mientras las carreteras se desvanecían y la mágica señal del nuevo mundo globalizado no llegaba a los pobres? Vale. Lo entiendo: no era de vuestra incumbencia.
Y estar convencido de que nuestra desgracia depende de otros no es más que alentar la construcción de un castillo en el aire en el que se mezclan el estado y el intelecto. Eso no hace más que expulsar el problema de la democracia para depositario en la ficción de su destino. Eso no hace más que sustituir al amo. Tal y como están actualmente las cosas, una reivindicación autonómica no va a conseguir sino prolongar la resistencia (más o menos agónica) de un sistema con el que deberíamos de haber acabado hace décadas.
Llegado a este punto del discurso, me veo obligado a sentenciar: tres pecados demuestran la falta de respeto de un hijo o hija hacia sus padres. El primero (el menos grave) es desobedecerlos, el segundo, olvidarlos, el tercero (el más grave) es no tener descendencia.
No se dejen impresionar. ¿De verdad creen ustedes que ese individuo plural firmante desempeña un papel decisivo en la historia de su descendencia? ¿De verdad creen ustedes que la comunidad cultural (¿cual exactamente?) garantiza algún tipo de reivindicación a estas alturas de la película? Feliz década, vive usted en el reino de las hadas. En el futuro sus problemas serán exactamente los mismos, nadie le atenderá si está enfermo y nadie educará a sus hijos si carece de medios; pero será usted leonés y nadie podrá confundirlo con un castellano de mierda en las puertas del cielo.