[LA PIMPINELA ESCARLATA] La culpa es del que se contagia
EDUARDO FERNÁNDEZ | Ya me perdonarán si hoy no recurro a mi habitual tono socarrón, pero el asunto me indigna. Claro, no van a vivir indignaditos solo los de un lado. Me gusta escandalizarme como postura estética, pero hoy, en medio del caos de los últimos meses con tanto dolor, hay un trasfondo de queja ética.
Una de las lecciones que antes se aprende cuando se pasa por la política y se recalca cuando se tienen responsabilidades de gestión en una Administración es que el jefecillo español al uso adopta como primera medida al llegar a un cargo la actitud defensiva del escurridor de bulto profesional. Esto es lo que en etología se llama comportamiento agonístico. La etología es la ciencia que estudia el comportamiento de los animales, pero en esto de la política el jefecillo español se comporta como un animal de tomo y lomo. Apunten que aquí aparece eso que los filólogos llaman masculino genérico no marcado, que designa a toda la especie sin distinción de sexo –ya sé que ustedes diferencian género y sexo y género como identidad y género lingüístico, pero hay integristas ágrafos que no, por lo que se impone la aclaración, de modo que la jefecilla española puede ser igualmente animala–. Pues bien, eso del comportamiento agonístico –ya sé que es redicho, pero, vamos, que aprender algo tampoco está mal, salvo que seas el Ministro de Universidad que prefiere que se copie a que se aprenda– me lo van a entender rápido. Una estrategia de ese comportamiento de los animales es alternar agresividad y docilidad.
Un hospital es un ecosistema muy curioso. Si es pequeño, además de curioso es particularmente peligroso; ríanse de los riesgos de la jungla en comparación con el Hospital del Bierzo. Y no me refiero a la calidad de la atención asistencial, que en eso han demostrado en esta pandemia una capacidad y una entrega irreprochables (más bien no sólo no susceptibles de reproche, sino merecedoras de todo encomio). Hablo de las cosas internas del día a día. Un hospital pequeño es un hábitat muy interesante de estudio de las miserias y grandezas del comportamiento humano. Y no es solo cosa del corporativismo de los cuerpos sanitarios y de los estereotipos del micromachismo del médico y la enfermera, que son posibles todas las combinaciones de géneros y rangos.
En eso del comportamiento agonístico, predominan los patrones de apaciguamiento, sumisión y conducta de escape, dicen los manuales de biología. Presiento que ya empiezan ustedes a vislumbrar las conexiones con la política. Sumisión con el jefe-mando intermedio, pero a la vez agresividad o al menos altanería de aquí estoy yo, paseándome por esta planta como león o leona al mando de la sabana, con los subordinados. La existencia de una jerarquía obedece en teoría a la necesidad de distribuir funciones y competencias en varios niveles; en la práctica de la política barata española y berciana, a la conveniencia de tener siempre alguien a quien echarle la culpa. De lo que pase, que no se trata de algo concreto, sino de un salvavidas genérico.
Conozco el caso de un grupo, personal de enfermería del Hospital del Bierzo, que han sufrido esa incompetencia en la peor forma posible: el contagio del coronavirus por su actividad profesional. Nadie las ha acusado aún como en Valencia de haberse contagiado por irse de juerga o descuidarse fuera de su ámbito laboral, pero será lo siguiente cuando a la Administración le toque defenderse en el juzgado. El caso es que se ha contagiado casi la mitad de un servicio, teniendo que cerrar momentáneamente su planta. No constituye una coincidencia, ni siquiera en un país en el que a algunos políticos les ha tocado ocho veces la lotería para explicar su súbito enriquecimiento. El porcentaje es ilustrativo de una causa y un efecto y no de una plaga bíblica.
Les escribo esto porque lo que más me calienta es que siempre hay un sabidillo que se impone por la fuerza de la jerarquía y no por la fuerza de la razón. Ante la falta de material como guantes y mascarillas en los primeros momentos de la pandemia, se ofrecieron a llevarlo de casa y fueron advertidas por el típico sabiondo con ganas de hacer méritos ante la jefatura de que semejante osadía sería causa de expediente sancionador de personal por crear alarma social. Uno de los peores rasgos del trepa español es su capacidad para combinar peloteo a las alturas (aunque las alturas sea la dirección de enfermería o la gerencia de un hospital) y sublimación de la estupidez humana. A la vista del letal resultado de contagios me pregunto cuántos casos semejantes se habrán repartido por toda España.
En mi casa mi mujer y mi hija se han dejado las manos aplaudiendo en la ventana a todos los que nos han hecho soportable esta experiencia terrible como sociedad, especialísimamente al personal sanitario. Y eso está bien porque mi mujer y mi hija no tienen más responsabilidad social que la de ciudadanas comprometidas con su sociedad. Pero es dolorosamente insuficiente para aquellos que tienen algún papel político o administrativo. Los reconocimientos sociales están bien, pero los reconocimientos laborales, mucho mejor, la rendición de cuentas que la calidad de una democracia demanda a la transparencia, mejor aún. Y que la cantidad desgraciadamente considerable de gilipollas que al frente de cualquier jefatura o coordinación, por pequeña que sea, han contribuido a hacérselo más difícil a los sanitarios respondan por semejante majadería, estaría aún mejor. No dudo que esta gente merezca cualquier reconocimiento social que se les tribute, aunque digan con una modestia que engrandece su entrega que sólo hacen su trabajo -eso sí es una vocación-, ni dudo que se han encadenado decisiones desacertadas, ignorancia criminal y grandes dosis de la chulería que caracteriza al mando intermedio con prurito de gran jefe, particularmente en ambientes laborales tan peculiares como los de los hospitales, con sus jerarquías, su favoritismos y sus corporativismos. Lo que dudo es que se llegue a averiguar cuánta responsabilidad atañe a cada uno de esos tontos y tontas de capirote individualmente en la cadena de despropósitos que han concluido en el contagio de quienes debían estar más protegidas para protegernos a todos los demás. Bueno, pues no se sorprendan ustedes si, a pesar de todo, terminan echándole la culpa a los sanitarios bercianos por contagiarse.