[IN MEMORIAM] Horacio
LUIS CEREZALES | Vi por primera vez a Horacio en los primeros años de la década de los sesenta en Ponferrada. Se afanaba en organizar el traslado de ponferradinos a Cacabelos a visitar las instalaciones del negocio familiar, Bodegas Guerra, que en aquel tiempo había lanzado un órdago a la grande a mismísima Coca Cola con su refresco ColaYork. Su padre, D. Antonio, hombre adelantado a su tiempo, empleaba en el empeño técnicas de marketing promocional que resultaron baldías ante el poderío de la multinacional de Atlanta, que impidió con toda clase de artimañas legales consolidar una bebida de cola nacional por otra parte excelente.
Y allí estaba Horacio en su delegación de Ponferrada, al lado de la gasolinera de Garnelo y enfrente del taller modernista de los Hnos. Viloria (un fabuloso entramado de fresadoras, tornos, taladradoras y esmeriles accionadas por una maraña de poleas volantes), encargado de la logística de enseñar la planta embotelladora a su mercado más inmediato. Desde aquel día Horacio, Horacio Guerra, ha llenado muchas horas de mi existencia contando anécdotas vividas y escuchando otras que superaban siempre a la anterior.
Y es que Horacio apuntaba maneras desde joven, cuando le cogía a su padre el Fiat Balilla por la noche para ir de juerga a Ponferrada con cuatro amigotes y regresaba después a Cacabelos marcha atrás para que su progenitor no encontrara una pista en el cuentakilómetros. Es muy celebrado lo acontecido en la Gran Vía de Madrid con Pedro Barrios que remató con una frase casi de culto: toma la mitad, y así perdemos la mitad cada uno.
Peor fue la cagalera de los contados invitados bercianos, residentes en Méjico, que asistían a su propia y fallida boda a la que no comparecía; providencialmente, llegó en taxi a rescatarlos aduciendo un papeleo de última hora, mientras el mosqueo de los parientes de la prometida presagiaba más que palabras. Lo solucionó con el desparpajo de quien antes había dejado su impronta por Gallup, Las Vegas y Ciudad Juárez en un periplo que le llevó a la capital azteca y hacerse representante artístico.
De regreso y tras dedicarse a la hostelería de madrugada, mucho antes de que se pusieran de moda los after hours, creyó encontrar su vocación en la producción cinematográfica: El Padrino y sus ahijadas marca la cúspide, antes de pasar a producir cine X de adultos en el cual, contaba el propios Horacio, se vio obligado a sustituir en pleno rodaje a un actor que no daba la talla para armar en el momento que lo requería el guión. Fue en esa época cuando acompañado de la sex symbol Nadiuska asistió a una boda de postín en Molinaseca con el consiguiente revuelo.
Hasta en las situaciones más adversas Horacio superaba la barrera de lo insólito: recuerdo el día que nos convenció a un buen número de bercianos y otras gentes adosadas para ir a cenar a su restaurante de la calle Félix Boix de Madrid. Éramos más de una docena, y esperamos en un ambiente dicharachero la llegada de las viandas hasta bien entrada la madrugada.
Sobre la una de la mañana me hizo la confidencia de que en realidad el cocinero trabajaba en otro restaurante hasta las doce y media y que después iba a su local. Perplejo, le dije que si se ponía a cocinar a esas horas la cena sería un desayuno; temor que me despejó de inmediato al informarme de que eso estaba resuelto porque el cocinero ya venía con una tartera con la comida preparada, supongo del restaurante del que venía. Y así, al fin descubrimos que la tardía sorpresa culinaria era un goulash húngaro.
Mil y una situaciones para contar y no parar de este personaje inclasificable que merece un recuerdo entrañable. Quienes le conocimos bien, sabiendo qué esperar de él, le queríamos incondicionalmente tal como era. Y es que Horacio era ante todo un vitalista irreductible que cruzó por nuestras vidas con el carisma de los seres llamados a no pasar desapercibidos. Era un tanto intenso, lo reconozco, y por eso había que frecuentarlo con moderación, con el tino con que se toma todo lo que te tienta y, si te descuidas, te arrolla.
Ha tenido un final que desmerece de su fulgor, en su Cacabelos querido de muerte natural en la cama; él, que no desaprovechó ocasión de sacar casi todos los boletos para viajar gratis total al otro barrio, eligió hacerlo como puede hacerlo cualquier vulgar registrador de la propiedad. Tal vez revisó el cronograma y quiso darle tiempo a la vida, cuando ya le había dado demasiada vida a su tiempo. Aún así, Horacio siempre supo emular a su tocayo el poeta latino y siguió al dedillo su consejo de gozar del momento presente.
Estoy seguro de que a él le habría gustado este recordatorio particular que dedico a su memoria. Jamás pretendió descafeinar su leyenda. Descansa en paz, Horacio.