[ZASCAS] Toque de incompetencia y golpe de autoritarismo
La clase política más incompetente de la democracia se parapeta detrás de un virus para dar rienda suelta de nuevo a sus pulsiones liberticidas y totalitarias, con la complicidad de unos medios de comunicación paniaguados y el aplauso generalizado de una población anestesiada por el miedo a la que las mascarillas (les han hecho creer que llevarlas no solo les protege, sino que además les convierte en mejores ciudadanos) impiden ver la magnitud del atropello a sus derechos fundamentales que se está perpetrando.
Ningún virus (ni siquiera este) justifica el estado de alarma de marzo con su confinamiento extremo ni el aprobado hoy en el Consejo de Ministros extraordinario, ideado para ofrecer soporte jurídico a la última ocurrencia mimética (puestos a imitar podrían fijarse en Suecia, por ejemplo) de unas Comunidades Autónomas que se han demostrado incapaces de gestionar la crisis sanitaria. El toque de queda, una medida con olor y sabor a dictadura, comenzó a aplicarse anoche en Castilla y León, entre otras regiones. Pero aquí, por obra y gracia de Francisco Igea y Verónica Casado, dos horas antes. Se diría que se han quedado anclados en el papel de los padres autoritarios del siglo pasado, aquellos que te repetían hasta la saciedad lo de «a las 10 en casa».
En ese repugnante afán de los gobernantes por trasladar sus responsabilidades a unos ciudadanos cada vez más convertidos en súbditos, el toque de queda parece especialmente diseñado contra los jóvenes. Se trata de privarles por las bravas de sus horas de ocio después de comprobar que, a su manera, se estaban rebelando contra tantas represiones, hartos de las majaderías, órdenes contradictorias y prohibiciones absurdas que emiten cada día las terminales del poder. Por cierto, ¿qué fue del compromiso de dotarse de un mecanismo jurídico que evitase tener que recurrir de nuevo al estado de alarma? Porque estamos hablando de una herramienta sin duda constitucional, pero que implica un elevado coste reputacional como ha advertido estos días el presidente gallego Alberto Núñez Feijóo. Pues vuelta al estado de alarma y con la pretensión de extenderlo nada menos que hasta mayo de 2021.
Obligar a los ciudadanos a sortear controles policiales y presentar salvoconductos para trasladarse de un lugar a otro, de día o de noche (parece que el virus solo ataca desde las 10 o las 12, depende de las autonomías), es un bárbaro atropello a un derecho fundamental se mire como se mire. Mientras tanto, miles de pequeños empresarios, autónomos y trabajadores contemplan angustiados cómo su medio de vida desaparece de la noche a la mañana (nunca mejor dicho) por las caprichosas medidas gubernamentales, sinónimo de paro, ruina y miseria.
Tampoco hay razones sanitarias que lo justifiquen, por mucho que nos machaquen con esa falacia. Encerrar a los sanos ignora la evidencia científica y no funciona. El brutal confinamiento de la primavera no evitó una de las mayores mortalidades del mundo, pero sí nos trajo la peor depresión económica y mental del mundo. Y tres meses de mascarillas al aire libre no han tenido ningún efecto sobre el virus (como era previsible, por acientífico). Ni siquiera los datos de la llamada segunda ola son comparables a los de la primera. Pero todo esto les da igual a unos gobernantes empeñados en que creamos que hacen todo lo posible y que la culpa de que las cosas no vayan mejor es solo nuestra. Lo triste, en este desolador panorama de tristeza generalizada que domina un país cada vez más parecido a un campo de concentración, es que la mayoría parece haber decidido creerlo.