[LA PIMPINELA ESCARLATA] Manifestarse contra uno mismo
EDUARDO FERNÁNDEZ | Recuerdo que hará diez años, siendo yo delegado de la Junta en León hubo una manifestación de las que acaba ante la Delegación, con gran aparato propagandístico y, sobre todo acústico. No soy yo precisamente de manifestación fácil. Aunque el Gobierno de la Nación está haciendo lo que puede por darme motivos. Pero como gente de orden de toda la vida, me resisto a la algarada fácil. Este es otro de los rasgos que distingue a un conservador como Dios manda de un parvenu de la nueva derecha radical vocinglera y populista. Esta lo mismo se arranca a bailar por sevillanas el himno nacional que a montar un escrache ante el sacrosanto hogar familiar del vicepresidente del Gobierno. O de su consorte Ministra, que vaya usted a saber a quién le tienen más manía, por la cosa igualitaria. Yo aguanto estoico el himno, no llevo pulseritas con los colores nacionales porque llevar pulseritas atenta contra mi sentido de la estética y del equilibrio social y no hago escraches porque los he sufrido. El parvenu es como un advenedizo, un cayetano político, un recién llegado a la derecha con tanto ímpetu salvador de la patria que se pasa de frenada, sobre todo si antes del desayuno está debidamente enardecido radiofónicamente. Salvo mi amigo Juan, que puede decir lo que le dé la gana. Yo sé cuando me afeito que en el espejo se refleja un tipo de derechas, sin necesidad de tanto aditamento de pacotilla.
Manifestaciones, pocas en mi vida. Recuerdo un día saliendo de la vieja Facultad de Derecho en Oviedo antes de que la mandaran al quinto infierno, que me uní, involuntariamente, como pueden imaginar, a una protesta de consideración con motivo de una huelga general en Asturias. Ya son ganas de ir a clase cuando te ofrecen la oportunidad de pirártela bajo excusa de compromiso obrero. Pero la afinidad sindical me daba entonces ya más repelús que el tostón de Civil de obligaciones y contratos, y fui a clase. La salida fue memorable. Un espectáculo como de atrezzo, pero con lío de verdad. Banderas rojas ondulando al viento. Banderas republicanas, que seguirán apolilladas aún hoy, porque cambiar la jefatura del Estado es un mantra para una parte de la izquierda, aunque el último que no fue rey no era precisamente Azaña. Y una música atronadora cantada por Víctor Manuel, que era como para atizarle sin piedad al asesor musical que ponía a ese triste como si fuesen las Valkirias. Adoquines al aire. De los del suelo, vamos. Los otros adoquines, semovientes, eran los que decidieron pasar de la protesta pacífica a aporrear a los de la porra, porque a la izquierda, no sólo a la ponferradina, le encanta hacer de oposición de la oposición. Solo faltaba el acorazado Aurora para empezar la revolución bolchevique de octubre (lo del Acorazado Potemkin se quedó, como lo de Trump, en un quiero y no puedo). Pues eso, que salí en mitad de ese fregado y los antidisturbios me pusieron a vivir junto con un anciano con pinta de haber hecho la guerra en el tercio y haberse reenganchado en la División Azul. Confundir a semejante par con los de las banderas rojas era para poner al poli a rellenar papelitos en las oficinas del DNI. Pues eso, que cuanto más me atizaban en las piernas, (entonces la barriga parecía suficientemente inexpugnable y la cabeza me la protegía como si realmente me fuese a resultar útil algún día) más firmemente se grababa en mí el convencimiento de que las huelgas generales son fatales para la gente de derechas. Y hasta hoy. En contada manifestación he salido, alguna por sucesos bien luctuosos. La más divertida fue esa ante la delegación. Era de los sindicatos agrarios y terminaron tirando por el suelo leche para aburrir; con la de colacaos que podrían haberse hecho para el Banco de Alimentos. Eran otros tiempos. El caso es que un tipo -siempre el más espabilado de la cuadrilla- gritaba como un loco en el megáfono que menuda vergüenza, que yo no salía a dar la cara, que estaba escondido, cuando en realidad estaba justo de tras de él. Puesto a adornarse decía que me veía mover la cortina, que estaba en la ventana, que me faltaban huevos -supongo que tantos como leche le sobraba a él- y que pasara de las vallas policiales, que me iba a decir cuatro cosas. El caso es que yo gritaba también: no sale, está detrás de la cortina, qué cobarde. Y así unos minutos más, con alguno de UPA que hacía rato me había reconocido y estaba partiéndose como yo. Cuando el del megáfono se aburrió, se dio media vuelta y la carcajada fue general. Con toda educación me entregaron sus reivindicaciones, sus quejas por el precio de la leche, que se comía lentamente sus explotaciones y luego se despidió el duelo amigablemente. Aquella gente tenía más razón que un santo. Y miren que yo soy de santos.
A veces hay que aguantar la manifestación, apechugando estoicamente, sabiendo que los manifestantes tienen más razón que mis santos. Y a veces hay que ir a ella. Sobre todo, cuando no hay banderas ni banderías, que tanto separan. Cuando hay gente que lo pasa mal y que no sale por diversión o por liberación sindical o por afiliación política, sino por hartazgo y necesidad. Viendo la plaza del ayuntamiento de Ponferrada estos días, con el alcalde como si no fuese gobierno y administración local, me he acordado de la manifestación de los ganaderos. Lo digo porque como hay quien no para de reprocharme que parece que defiendo al alcalde más de lo que lo critico, me veo en la necesidad de justificarme. No, no he sido yo el que le ha dicho que salga a manifestarse contra sí mismo. Si yo le asesorase profesionalmente, de lo cual nos guardará el Altísimo a ambos cuanto pueda, hace tiempo que le habría dicho que hay que cambiar el chip, que ya no se está de oposición, ni de oposición de la oposición, aunque el peso de los años anteriores marcara su estilo, que hay que salir al campo creyéndose capaz de todo. Pero, bien por impulso personal o bien por consejo ajeno estratégicamente poco encauzado, se confunde la explicación que un alcalde, aunque sea el de Bienvenido Mr. Marshall nos debe y nos va a pagar y salir a percutir como caballero sin escuderos. Entrar personalmente al trapo no se lo aconsejaría yo a nadie, ya que alguno en la oposición sabe por dónde buscarle las vueltas, porque creen que tiene menos aguante con la oposición que yo en el escaparate de la pastelería. Así se va siempre por detrás de la crítica, que es mala táctica en quien manda.
Tanta como hacernos lecturas parciales de los revolcones judiciales.