[LA PIMPINELA ESCARLATA] Entre el club de los malos alcaldes y el club de la comedia
EDUARDO FERNÁNDEZ | Por supuesto, hay clubes buenos y malos. De fútbol, de jugar a las cartas y de lucir palmito piscinero. Yo pertenezco a varios de los que no me han expulsado como de la política, señal de que no tienen estándares muy exigentes. Decidir a qué clubes quiere uno pertenecer no es una cuestión de voluntarismo. Yo quisiera pertenecer al de los exministros de Cultura y no alcanzo el requisito esencial, y al de los que hacen una dieta como un endocrino tiránico manda y no me falta voluntad, pero sí constancia. Mejor espero al endocrino que proponga la dieta del donut y tendré voluntad y entrega ardorosa, que es como mejor se está en un club. Otros quisieran pertenecer al club de los que se han sentado en un escaño y, créanme, es mejor el escaño de la casa del pueblo -en minúscula, claro- que el de una Cámara legislativa. Con frecuencia nadie está a gusto con los clubes a los que aspira y no puede, o con los que puede y no satisfacen. Por eso, me despierta una ternura incontenible encontrar una persona que se meta sola de cabeza en un club denostado por los demás y lo haga con el entusiasmo y sin reservas mentales con que yo me apuntaría al club pasteles y hojaldres.
El alcalde de Ponferrada, de quien siempre me pregunto si por impulso natural no se atiene a consejo experimentado o, por el contrario, tiene asesores que parecen agentes dobles pagados por el enemigo, al finalizar el último pleno se sacó una solicitud de ingreso en el club de los malos alcaldes. Y se la autoconcedió, sin esperar al veredicto de la opinión pública, que es rasgo de sinceridad, pero tan impulsivo que la oposición se lo recordará en adelante cuanto pueda. Platón y Aristóteles propusieron en la Antigüedad clásica formas puras de gobierno que, cuando se ejercían mal, degeneraban. Esa clasificación de buenos y malos gobiernos perduró siglos en los que los académicos se acogían a su autoridad para explicar con claridad pedagógica lo que era un mal gobernante. A Olegario Ramón no le ha hecho falta fuente de autoridad distinta a sí mismo, muestra de que tiene plena confianza en su proyecto y sus dotes de pensador político, para hacernos, a cuenta de la sentencia de la conculcación de los derechos fundamentales, la clasificación de los buenos y malos gobernantes locales que ha tenido Ponferrada. Hasta ahí nada es censurable, ni inaudito. Lo que me parece sorprendente y digno de pasar a los anales de esa disciplina en la que entretengo mis días y mis desvelos universitarios, que es la Historia de las Ideas Políticas, es que diera un paso al que no se atrevieron ni Aristóteles ni Cicerón, pero claro, qué sabrían estos. Incluirse él mismo en su propia clasificación. Aristóteles fue maestro de Alejandro Magno y miren lo que terminó por hacer éste con la democracia griega, convertirla en un imperio autoritario en el que él tenía la última palabra. Como el alcalde en el pleno, pero sin ROF. Y Cicerón participó en cuanta intriga pudo al final de la República hasta terminar como picadillo de hamburguesa (pudiendo hacer un símil alimentario, no me pidan otro). Intuían ambos que estaban demasiado metidos en el lado oscuro de la fuerza, y obviaron su participación. Olegario Ramón ha decidido ahorrarle a la oposición la argumentación -que es rasgo de credibilidad apreciable, pero de comunicación política más que dudoso- y se ha autocolocado en el club de los malos alcaldes. Si bien, con la humildad que le caracteriza, y esto lo digo sin atisbo de ironía o sarcasmo, prefirió situarse en la parte baja del ranking. Cuánto habría ganado la clasificación de Aristóteles de haber dicho, “y en esto de complicaros la democracia trayendo al imperio, ahí estoy yo, pero no soy ni medalla de bronce”. Cuánto más habríamos reconocido a Cicerón, en vez de por la paciencia de Catilina y las Filípicas, si hubiera dicho en pulcro latín “y en lo de enredar con la república, aquí me tienen ustedes, patres conscripti, pero tampoco llego a medalla de bronce, porque antes están los condenados Julio César, el cesarista de las varias amantes, Pompeyo, el ególatra que se creía el más grande, y está por venir el pequeño Octaviano con ínfulas de crecer hasta Augusto”. Vamos, efectivamente ni bronce; diploma olímpico por quedar cuarto. Vergüenza sobre ellos y sobre la tradición clásica que no tuvo el arranque de decir, sí, yo soy ese. El conculcador mayor del reino. Ese que cuando clava un puesto de confianza lo hace hasta el fondo y sin parar en igualdades, que engendran la elevación de los populares (los de los Graco y Mario, no los de Morala, no me cambien el ejemplo histórico) teniendo tres veces más de representación que mis aliados de imperio local. Sí, ese soy yo, y lo proclamo con orgullo. Ni tercero; pero entre los mejores, entre los campeones de la desigualdad y el pisoteo constitucional.
Hay finales de pleno que acercan el club de los malos alcaldes que se acaba de constituir en Ponferrada a una versión política del club de la comedia, con su público aplaudidor, el resabiado al que no le hace nada ni pizca de gracia y los coríferos de turno de cada grupillo, con los listillos que lo comentan todo, como yo.
Lo dicho, meterse uno mismo en ese club con la excusa de ser de la parte baja del ranking no es precisamente una estrategia ganadora. Te lo va a recordar la oposición, a poco avispada que sea, durante lo que resta de legislatura. Ser uno el que otorga -y se concede- credenciales de bueno y malo es un error, cuando pueden hacerlo los juzgados en caso de controversia jurídica y los ciudadanos en las urnas cada vez que pueden. Porque igual pones el listón en un sitio que no lo saltas ni con pértiga. Yo soy de los que juzgaré la labor de Olegario desde la distancia ideológica, pero también desde la comprensión del momento en que la situación actual ha colocado a todos. Sin magnificar los errores que inexorablemente comete todo el que se dedica a la cosa pública. No midieron las implicaciones de su decisión de dejar a la oposición sin los medios de que goza el equipo de gobierno y lo que podía ser un contratiempo judicial se ha convertido en revolcón de dimensión constitucional, en el que no se puede dejar de señalar el acierto de Reiner Cortés. El Olegario Ramón que repartió estopa sin conmiseración en la oposición tiene que comprender, por sensible que tenga la piel a la crítica, que esto no pasaría desapercibido. Estoy seguro de que en la soledad de su conciencia, lo sabe. A la gente le preocupa más la situación social y económica en que vive Ponferrada que el hecho de que los grupos municipales tengan personal. Por eso es incomprensible el empeño en ahondar en el error cometido diluyendo la responsabilidad propia en las eventuales faltas ajenas. Tiene su riesgo poner el ventilador de saltarse un principio constitucional para que salpique a los demás, en lugar de reconocer el error propio y disculparse con humildad para que escampe, precisamente en los días en que a todos se les llenará la boca de recordar a la Constitución el próximo día 6. El riesgo de que el ventilador dé media vuelta y lo ponga a uno mismo a escurrir por haber creado el club de los malos alcaldes y haberse puesto él solito en la orla.