[LA OVEJA NEGRA] Energías renovables, ¿solución o propaganda?
GERMÁN VALCÁRCEL | El neoliberalismo está logrando algo inédito, creo yo, en la historia de la humanidad: el descerebramiento de la especie humana, gracias a una hábil combinación de tecnociencia y tecnomercado.
Aunque, por primera vez en el último siglo, algunos habitantes de las sociedades occidentales empiezan a ser conscientes de que caminamos hacia un futuro incierto y que la mayoría de sus miembros ya no podrán ofrecer a sus hijos una vida mejor que la suya. Una vida que, disciplinada y perfectamente enmarcada por el estado del bienestar, iba del estudio al trabajo y de este a la jubilación.
Lo conocido como estado del bienestar, en términos fordistas-keynesianos, no es más que la mediación institucional para lograr organizar el trabajo colectivo y pactar una explotación tolerable para el mundo del trabajo, pero, al mismo tiempo, dependiente de un tercer mundo que aporte mano de obra barata o semiesclava y del expolio de todo tipo de recursos, en esas geografías, para sostener la tasa global de beneficios y pagar la sanidad, la enseñanza, transportes e infraestructuras públicas de calidad, en las hipócritas pero muy democráticas y defensoras de los DD.HH metrópolis occidentales.
Para ello fueron, son, necesarios e indispensables los sindicatos, los partidos “obreros” y el pacto neocolonial que está en la base de la construcción de los estados del bienestar. Pero el neoliberalismo y la globalización cambiaron las reglas que sirvieron durante algo más de cuarenta años -desde el final de la segunda guerra mundial a la caída de la Unión Soviética- y the welfare state ha sido, prácticamente, desmontado sin apenas oposición, ni respuesta política, social e intelectual, por parte de sindicatos y partidos de izquierda, presos de ese pacto neocolonial y de su cosmovisión tecnoindustrial, crecentista y antropocéntrica.
Todo ello encuadrado, además, dentro de una cuádruple crisis climática, energética, de recursos, y medioambiental, ocasionadas por esa cosmovisión que ha ocasionado que, de forma acelerada, y con otro vuelta de tuerca neocolonial, los gobiernos de las arrogantes metrópolis occidentales, hayan puesto en marcha un nuevo lavado de cara, la Agenda 2030 –a principios del actual siglo la llamaron Agenda XXI– no porque se hayan vuelto ecologistas, sino porque al margen de los gravísimos problemas climáticos, que ocasiona la utilización de las energías fósiles, su actual TRE (tasa de retorno energético) y su cada vez menor rentabilidad económica hace que la inminente caída de disposición energética proveniente de combustibles fósiles, requiera algún tipo de alternativa, si no queremos asistir a un colapso abrupto de nuestra civilización, con consecuencias inimaginables para la propia especie humana.
En definitiva, nuestro sistema económico adicto al petróleo, presente en la mayoría de objetos de uso cotidiano, no solo como combustible, se enfrenta a un inminente síndrome de abstinencia por la caída irreversible de la producción de hidrocarburos. Para ello han puesto en marcha la metadona necesaria, las llamadas energías renovables.
Sin embargo, conviene recordar que, mientras las energías fósiles representan depósitos concentrados de energía (“pozo” de petróleo o gas, “mina” de carbón, etc.), las energías renovables están dispersas por la biosfera (que además necesita estos flujos para su adecuado funcionamiento). Esto hace que los requerimientos, para obtener la misma energía neta mediante energías renovables, sean de magnitud mayor al de los pozos/minas, refinerías, centrales, etc. asociados a los combustibles fósiles. Por lo tanto, en buena lógica, la transición a las mal llamadas energías renovables tendrá que reventar el planeta, ya que su despliegue no cuestiona ni modifica el comportamiento depredador y aniquilador del capitalismo por muy de verde que se vista.
Por eso solo es posible enfrentar esta tormenta perfecta, en la que estamos inmersos, desde posiciones decrecentistas, pero esas posiciones tienen, reconozcámoslo, un grave problema para ser escuchadas por las consumistas clases medias occidentales: cuestionan frontalmente el sistema y el modo de vida en el que vivimos.
La supervivencia de la humanidad obliga a introducir la conciencia ecológica en el debate político, social e intelectual
Los partidarios del decrecimiento son sospechosos, como todos los ecologistas, de rechazar el antropocentrismo de la tradición de la Ilustración, en favor de un eco centrismo, o dicho con una de esas falacias que, para su descalificación, utiliza el etnocentrismo supremacista occidental: se sospecha de ellos que prefieren la supervivencia de cualquier cucaracha antes que la de seres humanos. Después vienen las injurias de querer volver a las cavernas o de retrógrados y oscurantistas.
Entre el antropocentrismo ciego y dogmático de la Ilustración y la sacralización animista de la naturaleza hay un lugar para la convivencia de todos los seres vivos del planeta. Entre tratar a los animales y las cosas como a personas, como plantea el animismo o tratar a las personas como cosas, como hace el capitalismo y la tecno economía, hay espacio para respetar a las cosas, a los otros seres vivos y a las personas. La supervivencia de la humanidad obliga a introducir la conciencia ecológica en el debate político, social e intelectual. Si queremos sobrevivir debemos reconocer los derechos a la naturaleza (a los animales, a las plantas y a todo lo demás), militar a favor de una justicia, de una ética y una moral ecológica, lo cual no implica desembocar en la ecolatría de los nuevos cultos ecológicos que afloran por todas partes para llenar el vacío existencial de las modernas sociedades capitalistas.
Otra de las acusaciones que soportamos los que defendemos el decrecimiento es que no ofrecemos alternativas. Falso, otra cosa es que no gusten a las consumistas sociedades occidentales. Pero siempre se dijo que lo primero es recuperar una huella ecológica igual o inferior a un planeta: se puede conseguir reducir la huella ecológica sin volver a la Edad de Piedra, simplemente volviendo a una producción material equivalente a la de los años 60-70 del pasado siglo y reduciendo los consumos intermedios, sin perjudicar el consumo final. Volver a lo local. Integrar en los costes de transporte, a través de la fiscalidad, los prejuicios e impactos generados por esa actividad, acabar con las infraestructuras faraónicas e insostenibles. Relocalizar actividades, restaurar la agricultura campesina, descomplejizar las estructuras políticas. Reducir el despilfarro de energía. Penalizar fuertemente los gastos de publicidad y el automóvil privado. Decretar una moratoria a la innovación tecno científica.
El Decrecimiento sí tiene alternativas, quien no las tiene es el capitalismo tecnoindutrial crecentista. Pero pasan por cambiar de paradigma, algo difícil y complejo en unas sociedades totalmente colonizadas por la miseria ideológica del capitalismo. Sociedades, además, donde prácticamente ninguna de las tradiciones mayoritarias ha favorecido una relación armoniosa del ser humanos con la naturaleza. Ni las iglesias cristianas, ni la Ilustración, ni el marxismo lo hacen. La tradición religiosa, intelectual y cultural occidental ve a la naturaleza simplemente como el medio de satisfacer sus necesidades.
Esas tendencias, han sido agravadas y acentuadas durante los últimos treinta años de hegemonía político cultural neoliberal, al permear todas las áreas de la vida y del conocimiento, cubriendo el horizonte de lo pensable y obturando la capacidad de imaginar un nuevo escenario cultural y sociopolítico, dando como resultado la aceleración en la destrucción del planeta, la precarización del trabajo, la intensificación de la cultura de consumo, la expansión de la burocracia y de los mecanismos de control social -si quedaban dudas, la gestión de la crisis sanitaria generada por el Covid19 nos las despejan-, la gerencialización de la política, la mercantilización de la educación y de la sanidad, el aumento de padecimientos mentales, tales como la depresión y el estrés, han dejado al desnudo que el capitalismo es todo menos un orden natural inevitable y eficiente.
A pesar de este difícil escenario, nada parece impedir que siga, más vigentes que nunca aquello que alguna vez dijera el teórico literario marxista, Fredric Jameson: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.