[LA PIMPINELA ESCARLATA] La zampa y el bollo
EDUARDO FERNÁNDEZ | La cultura puede adquirirse a base de perseverancia. Como la búsqueda de cuadernos azules con arqueología administrativa para encontrarlos por donde otros pasaron antes sin verlos, que ya es dedicación al rastreo, o a la receptación, si es que fueran verdaderos y ajenos, más que al gobierno. La cultura, vaya por delante, es el cúmulo de experiencias y sabiduría vital aprendida fuera de lo que uno ha estudiado o hace profesionalmente, y no la sarta de conocimientos academicistas que gente como yo exhibe a falta de otra virtud. Hay más cultura en cualquier viejo -sí, se puede decir así sin convencionalismos artificiales- de cualquier rincón del Bierzo que en todos esos títulos míos cuya ostentación tanto parece molestar a algunos que no los tienen, según la opinión de Esquilo: quien no es envidiado, no es digno de serlo. Para los de algunos tweets, Esquilo no es una marca de bollos. Bollos son lo que algunos concejales de gobierno están dejando en la carrocería económica de la ciudad y su empleo.
Culturizarse es andar por la vida con los ojos y el corazón abierto, mucho más que con la mente preparada para examinarse y titularse. Yo, que de lo último voy sobrado, sé que en lo primero no llego ni a aprendiz. Otros prefieren engañarse a sí mismos. Y encima hacer alarde de su burricie cada vez que le dan al tweet. Imagino que el esfuerzo de conjuntarlo en varios párrafos para componer un artículo ya sería esfuerzo intelectual a la altura de correr la milla urbana para mí. Ese tipo de cultura, la que deja poso, sólo la he aprendido de quienes me han puesto a escurrir con razón e ingenio a la vez, tándem que raramente se ha dado simultáneamente, aunque ocasiones les he dado. Hay quien prefiere la zafiedad del insulto ramplón, sobre todo si se embosca tras el anonimato, ante la falta de chispa para cualquier otro vituperio más ocurrente. Si insultar fuese cosa fácil valdría cualquier coco y no se habrían escrito El arte de insultar de Schopenhauer ni muchas pullas de Quevedo, pero muchos no valen para eso, ya que no ofende quien quiere. Entre que te llamen cursi y zampabollos va un abismo de finura mental, aunque sienta punzada con lo primero y me deshueve con lo segundo.
Igual hay quien piensa que esta columna lo mismo se podía haber llamado la Pimpinela Escarlata que el Zampabollos recalcitrante. No, porque lo primero es sutilmente alusivo y lo segundo solo obviamente descriptivo. Vamos, pueden hacerlo mejor. No zampo bollos, así en genérico, que es poco detallista; sepan mi predilección por las panteras rosas y a continuación los donuts. Hay que ir por otra vía con lo del insulto. No con lo del indulto. A diferencia de los de la pupita municipal, yo hace décadas que me inmunicé contra la crítica. Mucho más contra el insulto. Que se acuerden de mí me regocija. Cuando veo que leen lo que escribo aquí y a la media hora se ponen locos, llego al paroxismo. Cómo se puede ser tan torpe de caer en la sobreexcitación por lo que escribe quien, como yo, nada es. Hacer importante a quien no lo es, por contraprestación o por ideología, es obtuso hasta el extremo de demostrar al criticado por dónde tiene que seguir los siguientes días. Cómo les agradezco la guía para las próximas pimpinelas. Hablen, hablen y tuiteen de mi, aunque sea mal. Olvidar es morir, poetizó Vicente Aleixandre; que me recuerden y no me ignoren me revitaliza. Eso sí, acepten un principio básico de la democracia, como lo hago yo con quien me zarandea. Dejen que quien piensa distinto, se exprese en libertad. Mandar a alguien al exilio tiene un nombre feísimo, venga del totalitarismo de derechas o de izquierdas. Zampo bollos –y rosquillas, torrijas y pastas– donde quiero, que no será en el exilio. En una comarca en la que tanta gente sufrió la represión y el exilio de una derecha dictatorial creer que alguien hoy debería exiliarse dice poco de los valores democráticos de quien lo escribe. Por el contrario, dice mucho de la libertad con que se puede escribir en este medio.
Mientras tanto, súfranme lo de los títulos que parecen incordiarles –cuanto más les incomoden más ración diaria en su honor–, ya que me siento orgulloso de ellos, del esfuerzo que hay detrás. Cuando los líos de los másters del PP y la tesis sanchista tuve que demostrarlos con registro (y mostrarlos con satisfacción). Hace unos meses llegó una carta a mi despacho profesional. Como a varios otros. Anónima. Decía que una autoridad municipal carecía del título que había consignado en su currículo. Incluso que había una falsedad. Aquello no era una carta, sino basura franqueada. Su contenido, una ignominia y una bajeza, porque solo los cobardes escriben embozados en un alias o el anonimato. No tengo que recomendar a nadie disipar el rumor proporcionando el acceso al Registro Nacional de Títulos, como hice yo con cuantos periodistas madrileños lo solicitaron a todos los parlamentarios. Puede el afectado pensar que eso es dar carta de naturaleza a la infamia y preferir aguantar. Yo lo comprendo. Si alguien no demuestra lo contrario, con su nombre por delante, tengo un enorme respeto por los títulos universitarios, ajenos y propios, de modo que no se los afeo ni pongo en duda a nadie. Así que mejor dejar lo de mis títulos, que me sonrojan ustedes con su atención. Mientras, por si alguno no había reparado en el diccionario de la RAE, yo zampa, que es estaca que se clava –parece que en terreno socialista– para construir firme, y bollos que gentilmente espero de ustedes ahora que ya saben mis preferencias.