JUAN CARLOS SUÑÉN | Llevo toda mi vida conviviendo con esas manifestaciones groseras e inarmónicas que a otros les parecen, por espontáneas, generalizadas o idiosincrásicas, merecedoras de un respeto natural que solo he conseguido, ocasionalmente, fingir. El respeto, sin adjetivos, puedo mostrárselo al creyente –en dios o en la perfección de nuestra democracia– pero a las creencias no tanto.
Voy a meterme en un jardín.
Alguien, en alguna conversación accidental, asegura que esa gente que se las da de entender de vinos y que dice cosas sobre las notas de cereza de cierto caldo no son más que unos farsantes, o te asegura que el holocausto no fue para nada lo que se dice, no importa. Lo que importa es que te la juegas, y más teniendo en cuenta que tenemos un gobierno frágil, lo que significa que un alto porcentaje de la población polemista recibe cada mañana por correo electrónico el argumentario político que le salvará el día.
Lo digo en serio: en ciertas deliberaciones «democráticas», los demócratas olemos mejor si no estamos, porque siempre pensamos que el sistema mediante el que nos gobernamos es manifiestamente mejorable, o sea: que nos falta mucho.
No es que te vayan a pegar, que tampoco sería extraño, es que contraatacarán una y otra vez a la objeción que les pongas gritando (sin darse cuenta, apasionadamente) la misma frase, que siempre empezará por la fórmula «pero YO lo que digo es que» para continuar con la repetición de lo que ya has oído. Si no muestras aprecio puedes ser acusado de no respetar la libertad de expresión consistente en no permitir que una conversación avance, o, dependiendo del tema, de comunista, tránsfobo, conformista o soberbio insensible; eso en el mejor de los casos, de no respetar la constitución en el peor.
Es una cosa grandísima y gravísima que se te señale porque encuentras ilógicas ciertas argumentaciones y medievales ciertos procedimientos o porque crees que de verdad hay motivos de protesta o expertos catadores que aprendieron su habilidad con el estudio y la práctica. Resulta que hablamos, la mayoría de las veces, desde un visceral conplejo de inferioridad disfrazado de ordenanza superior, y que somos incapaces de darnos cuenta de que a lo mejor somos muy ingenuos en nuestra defensa numantina de que el mejor de los mundos posibles se describe en el libro de la democracia española.
Que las vacunas llegan sin haber superado el último paso del habitual protocolo de control, y que su efectividad última, la persistencia de su efecto y la protección que ofrece hacia terceros se están testando sobre el terreno –aunque quizás lo hayamos olvidado en la psicosis de enfrentamiento al que parece que hemos decidido someternos, también, voluntariamente– ya lo sabíamos (nosotros, la prensa, la OMS, las farmacéuticas, los médicos y los gobiernos) todos, menos Victoria Abril a la que el descubrimiento de un proceder recomendado por la urgencia, asumido, conduce a una vorágine de disparates, ocurrencias y falsedades irreproducibles que inmediatamente nos apresuramos a reproducir para no coartar (co-hartar) la libertad de expresión de nuestra actriz favorita y, de paso, desmontar unas afirmaciones que nosotros mismos hemos publicitado como si del caso Mikelarena se tratase (¡ah no!, perdón, que eso no le interesa al público).
¡Es una actriz, no cualquiera!
«Zapatero, a tus zapatos» podría ser una expresión adecuada; pero si alguien se la hubiese respondido a Abril en «Prime Time» es más que probable que estuviésemos pidiendo su dimisión.
Menuda mierda. Resulta que nos implicamos en una batalla campal por el derecho a la libertad de expresión –sin reparar en que ninguna expresión mal informada o cultivada es realmente libre, por muy consensuada que sea– y a cambio no discutimos sobre la ideología (y motivos) de quienes, intelectualmente erráticos, escudan tras ella su intolerancia, autoritarismo, ambición o estulticia. No parece importarnos que la libertad de expresión precise de un cultivo menos alborotado, tendencioso y chapucero que ese en el que nos peleamos por ejercerla.
No sé si son lo mismo Hasél que Toledo (si dios y la virgen son lo mismo que el rey), ni Abril que Bardot (si la pandemia es del diablo o de dios). Sé que es más que probable que Hitler y Stalin puedan ser comparables en cuanto ejemplo de dictadores crueles y asesinos de masas; y también que eso no significa que sus ideologías (sin dios) lo sean. Hitler representa la esencia de la suya, pero Stalin no. Y también sé que es posible estar del todo de acuerdo con Hasél, porque demos a su «mensaje» un carácter de licencia poética (hipérbole) o porque la rabia nos cegó hasta ese punto, y con Isabel Medina, porque seamos así de brutos o porque la rabia nos cegó hasta ese punto, o en desacuerdo con ambos porque creímos que los extremos se tocan y que el ultravioleta es igual que el infrarrojo. Si somos demócratas, sabemos que la opinión no es delito si no se nos intenta imponer con mentira o extorsión, y sabemos también que la tolerancia, sin paciencia, sin discusión, sin diálogo, sin argumentos, sencillamente no es tal.
Resulta que la violencia verbal de Hasél (casus belli) no me parece esencialmente distinta de la de Abril (bona fide). Responde a un carácter de escasa retentiva analítica, impulsivo y propenso a buscar soluciones simples. Ambos hablan desde la simpleza al anhelo de simpleza. La de Medina es otro cantar: proselitista. La violencia verbal de Medina no esconde una solución simple, sino una solución final.
La democracia, dicho sea de paso, no te deja tuerto con munición no letal. Esa es una eventualidad fascista.
La democracia –que tampoco es competente en todos los aspectos de nuestra vida– es diálogo, honestidad y lógica; y un juego que no siempre gana el mismo si las reglas están bien redactadas, son justas y se respetan; pero hay que entenderlas muy bien, pues no es un juego tan sencillo como tiende a pensarse.
Un problema: la democracia (como el feminismo, como el ecologismo) no está diseñada a imagen y semejanza de la cultura que nos dieron, ya se ve, pero tampoco de la que recibieron nuestros hijos o dan a nuestros nietos, no es un libro que a memorizar, sino un ágora llamada a evitar que la ignorancia acabe con los más débiles. La democracia no puede ser plena si no emana de una sociedad bien formada en lo que significa. O sea: que sí, que nos falta mucho.