[LA OVEJA NEGRA] En días como hoy
GERMÁN VALCÁRCEL | A veces, he tenido una incómoda sensación: la de sentirme como alguien a quien los demás ven como un loco perturbado. Aunque jamás he dudado de mi propia lucidez, ni de mi racionalidad.
Hace un tiempo, un amigo me decía, en broma, «a ver, cuéntanos alguna cosa apocalíptica de esas tuyas…». La intención era buena, no estoy hablando de una persona especialmente contraria a tener en cuenta esos temas: la crisis climática, la creciente carencia de las materias primas sobre la que se sustenta nuestro modelo de vida y el colapso civilizatorio, pero sí es un indicio de lo que gente menos culta, más superficial o menos informada que mi amigo podría pensar: que soy una especie de extremista irracional obsesionado con unas ideas extrañas de las que la televisión no habla –no la que ellos ven– y que tampoco forman parte de ningún debate que ellos conozcan.
Entre tanto, la realidad avanza, indiferente a toda indiferencia, y la gente sigue con sus cosas. En una playa enorme, bajo un cielo tórrido y luminoso, sin querer ver cuánto ha retrocedido la marea y cuidándose muy mucho de mirar hacia el horizonte, no vaya a resultar cierto que hay algo que ver a lo lejos. La mayoría prefiere vivir de espaldas a cualquier evidencia intranquilizadora que les distraiga de ese día a día en el que nunca pasa nada, porque todo va a seguir igual. Repitiéndose, unos a otros, que no debemos amargarnos, que hay que disfrutar de la vida. Y que no hay que dejar que ese ruido atronador que se acerca a lo lejos nos distraiga con sus tonterías. Esa ceguera está sustentada por la fe en la aceleración creciente del cambio tecnológico que permita escapar de los límites biofísicos y de la condición humana. El esfuerzo por materializar ese sueño nos lleva al desastre.
La única solución que tenemos es construir relaciones personales con una reciprocidad equilibrada
Por eso a veces me pregunto por qué me empeño en seguir escribiendo sobre la realidad de la tierra donde vivo, el Bierzo, una comarca en ruina ecosocial, destruida política, ambiental, intelectual, social y económicamente. Una tierra que ha expulsado a sus mejores hijos de ella, socialmente envejecida, carcomida por la corrupción y el clientelismo, por la pasividad de sus gentes, dedicadas a la autocomplacencia y a la victimización, a partes iguales. Entregada a una castuza política infame, con una «intelectualidad» acrítica, aldeana y servil con el poder, dependiente de los sueldos y las subvenciones que les conceden los politicastros locales y de los favores de los amigos mejor situados, unos medios de comunicacion sustentados por las instituciones regidas por esa infame castuza y por empresarios corruptos y mafiosos.
Me respondo que, tal vez, es porque entre sus escombros encuentro los valores que han regido en una sociedad y en un tiempo. Valores responsables de habernos traído hasta donde nos encontramos y, además, me permite entender que el bienestar que disfrutamos lleva aparejado su reverso inseparable, la codicia y los falsos proyectos convertidos en materiales de derribo. En definitiva, es el espejo que me devuelve una imagen hecha de sueños rotos y de ilusiones perdidas, que me sirve para confirmar que no soy ningún demente.
Por eso, en días como hoy, pienso que la única solución que tenemos es construir relaciones personales con una reciprocidad equilibrada, sincerarse, amar, sentir, hacer cosas con el único interés de fomentar el bien común, abrazar, acariciar, compartir, disfrutar, gozar, fluir y después de todo vivir, sabiendo y aceptando que vivir no es consumir. ¿Cuándo vamos a poner esto por encima y por delante de los valores políticos y sociales imperantes?