[LA OVEJA NEGRA] Puente de hierro hacia el autoritarismo
GERMÁN VALCÁRCEL | En un país que, como el nuestro, a lo largo de su historia ha confundido con demasiada frecuencia prudencia con cobardía y resignación con tolerancia, es entendible el desprecio con que somos gobernados por nuestros democráticamente electos representantes políticos, unos dirigentes que no dudan en humillarnos si de ese modo consiguen someternos.
Somos un país que, tras una guerra civil, cuarenta años de dictadura, “una modélica transición” y más de cuarenta años de democracia otorgada lleva ya en su código genético la sumisión. Los pueblos que no saben defender sus derechos y su dignidad, se sumen en lo más profundo de la ignominia. Es la herencia que dejamos a nuestros descendientes.
Se termina adquiriendo plena conciencia de la sociedad manipulada, alienada e idiotizada en la que vivimos cuando, con cientos de miles de personas llenando las colas del hambre o contando con angustia las escasas monedas que les permiten llegar a final de mes, el debate social se centra (todos los medios de comunicación le dedican horas y sesudos análisis) en cómo se organiza un espectáculo-negocio regido por mafiosos archimillonarios y que convierte en multimillonarios a unos jóvenes sin más virtudes que dar patadas a un balón. Mientras, los de abajo siguen soñando con que su sudor va a ser pagado con justicia, va haber escuelas para curar la ignorancia, un sistema sanitario para espantar la muerte, con tener un techo que les acoja, con que en su mesa haya alimentos para ellos y sus hijos, y energía para tener luz y calefacción en invierno.
No seré yo quien defienda la democracia liberal, la española es especialmente precaria. No son los que protestan contra el Estado de partidos y el sistema que da vida a sus ilusiones espectrales llamadas políticos los que traen el fascismo. Son esa horda de autómatas que duerme abrazados a las urnas para que pueda tener su representación institucional el descontento y expresar la disidencia en programas prime time, son los políticos, con sus actos, los que banalizan el fascismo, los que desprestigian la democracia y las instituciones, no los que escribimos, denunciando y cuestionando sus decisiones.
Blanquean al fascismo la izquierdita trepa, babosa y clasista que llama a filas electorales contra la derecha, pero cuando posa el trasero en los sillones institucionales pagan con dinero público a misóginos que presumen de gustarles “las mujeres con la cabeza cuadrada para poder posar el gin tonic mientras se la chupa”, a miserables que hacen chistes con la pederastia o cuando llaman “concejala porta bolsos” a una adversaria política. Blanquean al fascismo cuando pagan con dinero público a racistas que consideran que los “putos negros” son personas sin derechos porque no saben qué hacer -desde su cosmovisión eurocéntrica- con las riquezas que hay en sus territorios.
Un representante político se convierte en un fascista, por mucho que pretenda hacerse pasar por un seráfico mirlo blanco, cuando a quienes critican las decisiones que se toman desde el poder que detenta los tilda de desequilibrado mental, de fóbico, odiador o acosador, y los señala con todo tipo de rasgos diferenciales: como perroflautas con gorros de plata y pelos sin lavar.
Es la lógica de quien utiliza el lenguaje como instrumento de enmascaramiento ideológico, de quien necesita borrar y debilitar toda disidencia, desacreditar para imponer sin oposición la obediencia, para legitimar tanta represión para enmascarar la evidencia de los graves recortes de derechos sociales y civiles, y transformarlos en planes de garantías de los servicios públicos o en una reorientación del gasto público.
Don Olegario Ramón enmascara su autoritarismo e incompetencia en un supuesto desarrollo tecnológico
Como dejo escrito Kundera: “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Por eso no hay conciliación posible con quien blanquea la homofobia, la misoginia, el racismo y el clasismo clasemediano. No hay paño caliente que disuelva no ya el conflicto sino la intrínseca incompatibilidad ontológica entre quienes defienden la democracia participativa, el eco socialismo y la difusión de propuestas como el decrecimiento con quienes solo defienden su miserable tinglado institucionalizado para meter mano, aunque sea de forma “legal y con todos los informes favorables”, a los dineros públicos.
El alcalde ponferradino debería saber que la tolerancia y la vista gorda ante ciertas formas de actuar es fascismo, banalizar esos comportamientos es fascismo. Cualquiera que se autocalifique de demócrata debería saber que cuestionar, públicamente y a cara descubierta las decisiones que el poder ejecuta merecen, al menos, respeto. Incluso hacerlo escondido y enmascarado es legítimo, pero es de cobarde en quien ejerce de cargo público.
Este tiempo que nos ha tocado vivir tiene similitudes en el pasado siglo XX con el período situado entre las dos grandes guerras europeas, esa época -los años del florecimiento de los totalitarismos- donde, también, se utilizó el lenguaje -como ocurre en la actualidad- no tanto para convertir en verdad una mentira, como para impedir toda clase de certeza. No se trata tanto de fingir una verdad como de destruir todo marco de credibilidad, se busca que los ciudadanos no puedan creer en ninguna verdad, que las palabras no sirvan para intercambiar razonamientos o establecer un contrato social. No, no es nuevo lo que está ocurriendo, en ese mismo periodo del siglo XX, al que hago referencia anteriormente, echó sus raíces el nazismo.
Don Olegario Ramón enmascara su autoritarismo e incompetencia en un supuesto desarrollo tecnológico (en próximas entregas les contaremos qué se esconde tras esa tecnofilia que nominan, desde el consistorio ponferradino, el Internet de las cosas), falsificando el grave deterioro que sufre la ciudad, tratando de alterar la realidad con mera propaganda. Puede resultar simpático saber el nivel de CO2 en el restaurante de la esquina, pero eso sí, no tomas ninguna medida para frenar las emisiones en el municipio. Puede ser interesante intercambiar música y películas, pero la comida, la vivienda, el agua o la calefacción no se descargan por internet y están sometidas cada vez más a mercantilización. El intercambio de archivos puede ser una práctica interesante, pero tampoco deja de ser un epifenómeno comparado con el calentamiento global que, por cierto, niega alguno de los asesores de cabecera del señor alcalde.
Pero él no es el único responsable, sino todos los que ciegamente aplauden y facilitan su forma de actuar, personajillos mediocres, mitómanos egocéntricos endiosados y codiciosos que anteponen sus intereses personales y el mantenimiento de los privilegios de todo tipo que conlleva la representación política, en una ciudad como Ponferrada, a cualquier otro objetivo. Pensando y auto justificándose en que ciertos planes y decisiones forman parte de planes trazados desde arriba y que ellos solo son un mínimo eslabón sin poder de decisión, sin responsabilidad en una cadena mucho mayor. Esa forma de trivializar las actuaciones propias lleva al mal final de pensar qué más da lo que yo hago si no tiene importancia. En sociedades, como la nuestra, donde reina el espectáculo nadie es quien dice ser y nadie actúa como propone.
Todo lo que está ocurriendo en estos tiempos, incluso en nuestro entorno más cercano, demuestra que el problema del mal radical y la banalidad del mal identificado por Hannah Arendt, en el contexto del Holocausto, no es un episodio superado, sino una especie de matriz sobre la que ya nos advirtió Bertolt Brecht: “Ustedes dejen de mirar al cielo y aprendan a observar… Pues uno así, Hitler, casi por un pelo estuvo por gobernar el mundo. El vientre del cual reptó, sigue fecundo”.