[LA OVEJA NEGRA] La identidad clasemediana
GERMÁN VALCÁRCEL | El anarquismo es de los pocos movimientos sociales y políticos que se enfrentan al poder sin buscar acceder a él, ni desde sus colectivos se busca medrar ni escalar política, social o económicamente.
No es desde posiciones libertarias, ni desde la acción directa en la calle donde se obtienen cargos institucionales, una canonjía o una conferencia en la UNED, o construir una carrera política, literaria o profesional, o poder ejercer de intermediario en largos y farragosos procesos judiciales defendiendo el medioambiente, ni siquiera serás nunca reconocido como “activista social”, más bien serás tildado de radical peligroso o incluso de terrorista.
Los movimientos libertarios son el refugio de los eternos descontentos, de los que conservan un perpetuo gesto de protesta contra todo lo que oprime el lomo, el corazón o la mente. Son solo los que buscan un nuevo orden social basado en la justicia, el apoyo mutuo y la solidaridad. Por eso jamás pretenden transformar o mejorar unas instituciones que son el soporte de un sistema socioeconómico aberrante, genocida y ecocida.
Tampoco se sientan en esas “mesas” que, para hablar de nuestro futuro, tanto gustan a los políticos profesionales y a esos “activistas” que convierten las luchas sociales en una forma de emprendedurismo empresarial. Para ellos un buen activista se debe limitar a recoger las quejas de los ciudadanos, pero nunca se debe cuestionar el sistema. Por eso una tarea fundamental del activismo empredendurista es encauzar, o reventar en caso de no lograrlo, todo movimiento de base y autónomo que surja y ponga en peligro el statu quo vigente.
Situarse en posiciones libertarias tiene algunas ventajas, sobre todo si vives en lugares como el Bierzo, donde el fascismo se viste con los más genuinos ropajes del sentido común clasemediano. En la Comarca Circular sabes que el alcalde de tu pueblo-ciudad, un servidor público al que si algo le sobra es ese sentido común clasemediano, no va a leer jamás cosas tan faltas de él como esta columna, con lo cual me salvaré de que me visiten los hombres de Cartón (el concejal ponferradino de policía) por ejercer la crítica a sus desmanes y autoritarismo, o por equipararle a los Leguina, Corcuera, Susana Díaz y demás representantes del social pancismo. Supongo que si no lee no se enterará.
El alcalde ponferradino no está para perder el tiempo en frikadas, hace bien. Como buen servidor público, emplea su tiempo en blanquear la privatización del Sistema público de salud, o en ejercer de lobista o “comercial” de cualquier empresa energética o tecnológica que “traiga” puestos de trabajo, o incluso en ejecutar complejas operaciones de arquitectura fiscal-financiera –eso si, con todos los informes favorables de los técnicos municipales– como ocurre con la disolución de ese zombi que responde al nombre de Pongesur, chiringuito que, por mucha propaganda que haga, tardará todavía mucho en extinguirse, tal vez hasta que no reforme el PGOU. Reforma que, seguramente, nos traerá algún bosque en el que esconder los negocios de los que vestidos con camisetas blanquiazules tanto hacen por el Bierzo.
Otra de las actividades a las que se dedica con intensidad es a organizar el protocolo de las asociaciones de vecinos, no vaya a ser que tenga que saludar a cualquier mindundi en alguna fiesta de barrio. Nuestro alcalde, no lo olviden jamás, es un honrado servidor público, como se encarga de repetir siempre que le ponen una “alcachofa” delante. Aunque mi abuela ya sostenía aquello: “dime de que presumes y te diré de que careces”. Él, como no puede ser de otra manera, debe comportarse como un digno representante de la identidad clasemediana. Eso sí, desde su posición de hombre de izquierdas.
Los clasemedianos irredentos siguen siendo el principal obstáculo para la posibilidad de una vida mínimamente decente
La identidad clasemediana viene a ser como aquellos que están orgullosos de haber nacido berciano, vasco, catalán, español u orgullosos de tener pene. Ya puestos, es preferible el pene, al fin y al cabo es un instrumento que, al menos, da gustirrinin cuando se usa para menesteres lúdicos.
El buen clasemediano, los hay de izquierda y de derecha, es incapaz de aceptar que su civilización, su cosmovisión eurocéntrica y antropocéntrica, es el principal problema de la humanidad, y tiene cada vez menos posibilidades de seguir siéndolo económica y culturalmente. En lo económico, es evidente, en nuestra sociedad neoliberal y capitalista ya no gozamos de seguridad económica (el gran valor clasemediano), pueden hacerte un ERTE o irte a la mierda en un pis pas. Y el Covid ha convertido los derechos sociales en humo y las perspectivas de futuro en una broma de mal gusto.
Hasta ahora, los clasemedianos tenían unas ciertas certezas, la validez de ciertos consensos, el carácter providencial de esos consensos e incluso la superioridad moral de las aspiraciones clasemedianas, todo ello sustentado mediante la construcción de realidades ilusorias. Como esas coordenadas se muestran actualmente inoperantes el clasemediano deviene en una especie de neofascista, al constatar cómo se desmorona ante sus ojos ese mundo buenrollista.
Incapaces de reconocer su estrechez de miras y las ideas ecofascistas de las que son heraldos, a los clasemedianos se les puede hacer el mismo daño rompiéndoles el culo que haciéndoles una crítica a sus mitos, trampantojos, imposturas o valores. Por eso, cuando ven peligrar su posición, se alían, de inmediato, con las tesis más reaccionarias, pues son inherentemente incapaces de aplicar sobre el mundo un modelo de racionalidad o de desenvolvimiento humano que no sea el suyo propio, y no dudan en arremeter, con toda la fiereza y crueldad argumentativa, y potencia retórica de la que puedan hacer acopio, contra quien cuestione o simplemente haga una reflexión crítica sobre el mantenimiento de su zona de confort vivencial.
El clasemediano acepta que la desigualdad es un hecho natural. Está convencido que rebelarse contra la desigualdad, defender la dignidad de todos, ser fiel en ideales, sentimientos o cualquier cosa que dignifique al ser humano es razón suficiente para ser tachado, en el mejor de los casos de utópico, cuando no de estúpido y ridículo. Esas son algunas de las causas por la cual los clasemedianos irredentos siguen siendo el principal obstáculo para la posibilidad de una vida mínimamente decente y digna para todos.
Los clasemedianos se aferran y defienden ferozmente su supuesta superioridad moral, el carácter providencial y la validez de su modo de vida. No les amargues una buena tarde de vinos preguntando si saben quién paga, realmente, la factura de calentar nuestros veladores para que, con unas heladas de caballo, podamos seguir tomando vinos en terrazas al aire libre, ocupando espacios públicos (algo muy clasemediano es eso de: lo mío, mío y lo de todos a medias) y de paso poder pasarnos esas leyes que tanto defienden (cuando, por ejemplo, se cuestiona la gestión de la pandemia) por el arco de la entrepierna. Todo sea por crear empleo que es el gran argumento clasemediano.
Digámoslo claramente: un clasemediano es quien cree que está de vuelta de un sitio al que no ha ido pero al que él cree que ha llegado. Y cuando se vuelve de donde no se ha ido lo que se hace es avanzar en la dirección opuesta, que es precisamente lo que más le aleja del lugar del que, iluso, cree saberlo todo.
El clasemediano es producto de una sociedad cuya imaginación es recortada por el miedo, la represión y el hípercontrol. Por eso no conviene olvidar aquello que sostenía el intelectual alemán Bertolt Brecht para sintetizar el modo de pensar y actuar de la sociedad de su época, tan parecida a la actual. “No hay nada peor que un burgués asustado”. Cámbiese burgués por clasemediano.