Mulet podría haber preguntado por una pandemia capaz de colapsar nuestro sistema sanitario, o por una locura juvenil colectiva (esta, a ojos del protomártir firmante, más parecida al apocalipsis de marras) y la respuesta hubiese sido la misma: poco se puede hacer…
Quiero ir a parar a que hay cosas que se pueden hacer y cosas que no vale la pena hacer si no se hicieron las primeras. Se pueden prevenir, pero es difícil hasta lo imposible reparar desgracias imprevistas. También se puede homenajear a la victima de la injusticia, pero es difícil hasta lo imposible reparar su inocencia, o se puede (con arrogancia y dificultad) ser apartidista, pero es imposible ser apolítico sin ser un zombi.
Quería ir más lejos, en realidad. Quería denunciar esa indolencia que nos hace tan aficionados a tragarnos un gesto, una declaración, una promesa o metáfora sin advertir que la realidad sigue su curso, que no se detiene ante gestos, declaraciones, juramentos o consignas y que su curso deriva, siempre y en virtud de su propia naturaleza entrópica, en un apocalipsis zombi.
Tengo que achacar a una falta de previsión, cuya responsabilidad viene de lejos, ya que ni el deterioro de nuestro sistema sanitario, ni el mal estado de nuestras carreteras, ni el envenenamiento del aire que respiramos o del campo que nos alimenta o del agua que bebemos o de la literatura que leemos es responsabilidad exclusiva de un sólo gobierno o partido, que a estas alturas seamos ya todos zombis: apocalípticos unos (los más jóvenes y atolondrados) e integrados otros (los más vividos y reposados). Naturalmente estas cosas no le ocurren sólo a los ciudadanos corrientes y molientes («de a pie», se decía en mis tiempos), sino al género humano en su conjunto, incluidos políticos.
Como no hemos previsto la posibilidad de vernos superados por un apocalipsis zombi, tampoco hemos previsto la posibilidad de ser gobernados por uno (y eso que es de cajón que hasta el apocalipsis tendrá sus líderes, atentos a prometer cerebros frescos a unos ciudadanos aterrados ante la falta de generosidad de la gente que aún conserve el suyo).
— Pero los políticos, ¿no eran vampiros?
Lo pregunta Pangur, el gato, que (como Tersites, el griego y como ya saben quienes siguen estas breveces) interviene cuando le da la gana o considera que estoy empezando a meterme en algún charco demasiado profundo para mi altura. Suele tener razón.
Aún quedan algunos, pequeños murceguillos oportunistas. Pero no salen en las fotografías, lo cual los convierte en fantasmas del pasado una vez que las redes sociales y la prensa desaforada han elevado la óptica ocasionalista al nivel de única realidad verdadera.
Como sea: los de «a pie», por no haber previsto que nos pudiesen robar el cerebro con la misma facilidad que la cartera, somos los únicos culpables de que los zombis celebraron otra metáfora muerta inundando las calles de alegres cánticos y dudoso estilismo. Así que menos escándalo y más anticipación, que a veces parecemos tontos.