[IN MEMORIAM] Ovidio
LUIS CEREZALES | La última vez que me acerqué a esta tribuna fue en recuerdo del inclasificable Horacio Guerra y lo titulaba escuetamente Horacio. Hoy lo hago en memoria de Ovidio González Canedo, que nos dejó el pasado martes, y lo titulo también con su nombre a pelo.
Nada que ver entre ellos, dos personajes diametralmente opuestos, aunque compartían pertenecer a la última generación que heredaba la antiquísima tradición conservada desde nuestra romanización de bautizar con nombres romanos a los vástagos. Una generación que cuajó las aulas de Pompilios, Dióscoros o Valerianos.
Si algo más tenían en común era el de tener sus ancestros en ese triangulo irregular, cuasi onírico, con vértices en Cacabelos, Quilós y San Juan de la Mata; un caladero patrio, digno de estudio, del que ha emergido toda una marea de paisanos singularisimos.
Conocí a Ovidio, de vista claro está, cuando ejercía de pavo a la puerta de la pastelería familiar de la antigua calle José Antonio, hoy avenida de la Puebla. Pasaba por allí para ir al Gil y Carrasco, y esa calle concreta era todo un recital del pavoneo comercial ponferradino.
El pavo era un personaje prototípico muy berciano, como el sobrante, representado por un propietario situado por horas en la puerta de su establecimiento mirando al mundo pasante con un punto de arrogancia, sin por ello descuidar nunca el control de la caja y el laborar de los empleados que solícitos les reportaban hasta el vuelo de las moscas.
Entonces la Plaza de Lazúrtegui era el crisol en el que desembocaban las calles principales todas con una pastelería, excepto José Antonio que tenía dos, La Puebla y La Perla, y Calvo Sotelo que la suplía con un abigarrado establecimiento de caramelos y golosinas, Casa Fano; en Gómez Nuñez estaba Romero y en Capitán Losada, hoy avenida de España, La Pili que aún continúa en funcionamiento.
Siempre me he preguntado el porqué de que los negocios familiares de las pastelerías proyectaban un halo de estatus social más distinguido que las mercerías, los ultramarinos o las charcuterías; como si el obrador además de producir delicias proporcionara enjundia; repasen si no todas las sagas pasteleras cuya sola marca les confería un notable pedigrí local.
Pero volvamos a aquel Ovidio correcto y grave que saludaba siempre en respuesta y cuya vida, aún inédita para la política, apenas trascendía de esa ocupación comercial y de tomarse con sus amigos un fino Tío Pepe en catavinos que contrastaba con los chatos habituales con sifón que consumían la mayoría de los parroquianos.
Un buen día comenzó el rumor de que Ovidio, licenciado en derecho y con alguna conexión importante, iba a dedicarse a la política, cosa que resultaba extraña pues nadie imaginaba que ese ciudadano discreto y con escaso recorrido popular se metiera en tales berenjenales.
El momento álgido de su trayectoria se le presentó con las elecciones municipales de 1979, las primeras para elegir corporaciones democráticas por los ciudadanos, y se dejó seducir por los opositores al polémico Plan General de Ordenación Urbana para encabezar una candidatura independiente.
Aquí es donde, al parecer, me convierto es su bestia negra, pues desde un incipiente movimiento bercianista me opongo a esa candidatura de Ovidio y muy especialmente a que fuera mangoneada por los anti Plan General. No nos parecía de recibo contaminar los ideales con las edificabilidades y la ruptura que estaba cantada se produjo.
Los solaristas, persuadidos de que la contestación al planeamiento concitaba más adhesiones que la reivindicación de un poder regional berciano, tiraron para adelante y montaron AVI con Ovidio como cabeza de lista. Lo que no esperaban es que los románticos bajásemos de las nubes y les plantaramos una candidatura enfrente, como así fue con IB, Independientes del Bierzo.
Las que tuve que oír durante años solo las sé yo, ni que le hubiera abierto la puerta de occidente al mismísimo Gengis Khan. Me acusaban de haber impedido que Ovidio llegara a la alcaldía de Ponferrada que le habría dado la suma aritmética de los votos de ambas candidaturas, y cosas por el estilo todas muy gruesas.
El único que jamás me lo reprochó, de aquella entente de conveniencia, fue el propio Ovidio que a sabiendas de la poca estima política que le tenía siempre se comportó con un señor. Es más, nunca comprendí qué pintaba él, Ovidio, en ese contubernio de intereses proclamados porque no existía ninguno personal que quisiera beneficiar.
Me alegro mucho, aún hoy, de haber promovido aquella movida. Entre otras razones porque jamás en su historia reciente la Corporación Municipal de Ponferrada gozó de un nivel dialéctico en el debate como en aquel mandato. José Carretero Rubio del PSOE, Ovidio González Canedo de AVI, y Lorenzo García Rodríguez de IB colocaron el listón a una altura que ninguna de las corporaciones elegidas hasta la fecha lo ha podido superar, ni acercarse siquiera.
Hace unos años, quizá siete u ocho, me encontré con Ovidio casualmente en la confluencia de la avenida de España con la calle Marcelo Macías, hablamos largo rato y comprobé que coincidíamos en el análisis sobre la desventura de nuestro pueblo devastado por una corrupción sistémica con nombres y apellidos.
No atisbé en él la menor mácula de rencor enquistado hacia mí por personificar a quien le había impedido hacer su gran sueño de ser Alcalde de Ponferrada. Es más, no creo que estuviera persuadido de ello pues sabía demasiado que en política las sumas a posteriori no se suelen corresponder con los vaticinios matemáticos apetecidos.
Nos despedimos y curiosamente por primera vez en toda nuestra larga relación de desencuentros, me dio un abrazo que me sorprendió y agradecí. Ayer por la mañana me llegó la mala noticia de su fallecimiento, y no me queda otra que honrarle con los tres calificativos que merecía: honesto, coherente y brillante.