En el caso de la vida, sin embargo, los errores no se corrigen, no hay posibilidad de repetición tras el fallo; a cambio, por suerte, los errores, los arrepentimientos se ven drásticamente reducidos por el hecho de que te has pasado el ochenta por ciento del tiempo, tu tiempo, escribiendo poemas o artículos, dibujando monas, tocando una batería o pintando puertas.
A esto hay que añadir el trajín excluido de la vida que, quienes escribimos, pintamos, tocamos o dibujamos monas, hemos dedicado junto al común de los mortales a hacer funcionar Windows (prescindí de ello hace tiempo, pasándome a Linux, pero a cambio me vi casi por las mismas fechas abocado a medirme con la hostil y arbitraria naturaleza rural, no menos cruel) a mejorar nuestra opinión de nosotros mismos o a atravesar la burocracia general o particular.
Quizás deba culpar de mis inclinaciones artísticas al miedo a cometer errores vitales, salvo que quitarse tiempo de vivir viviendo para dedicarlo a vivir creando sea un error vital. En mi caso particular es difícil defender esto último, ya que definitivamente pintar puertas, escribir poemas y artículos, dibujar monas, plantar una indeterminada cantidad de árboles y no quitarles ojo o tocar mal la batería (junto a la prevención de no conducir automóviles) me ha alargado la vida, mucho, creo.
Soy consciente de la paradoja que encierra la afirmación de que hacer cosas distintas de vivir (que no sean exactamente trabajar) alarga la vida. Tampoco he acudido a muchas fiestas; si bien reconozco que la fiesta me ha rondado, acosado a ratos, sabedora, seguramente, de mi debilidad de carácter. En su entorno acumulo errores y arrepentimientos, pocos, como ya he dicho, por los motivos expuestos.
No me gustan los regalos ni los artistas que exhiben en la piscina pública el espíritu sin mojarse el cuerpo, y no hago fotografías; tampoco pido disculpas, ni me justifico a mí mismo. Pintar bien una puerta sin cobrar por ello, cerrarla o abrirla con orgullo, eso me hace feliz.