— ¿Qué cosa?
— Fibra, dos lineas de móvil con llamadas ilimitadas y movistar+ Inicia.
— Pero yo no quiero eso. Quiero fibra, una línea de móvil ilimitada y otra corriente y moliente. Tampoco quiero lo de la tele.
Lo de la tele es obligatorio, según parece. Aún así, la cosa se queda en 54 euros. Me cambiarán el aparatito por otro con lo básico, ya que me empeño. Lo que más parece confundir a los «comerciales» de la compañía es que lo de la tele no me interese lo más mínimo.
— Tampoco bebo Coca-Cola, ni voy a misa.
— No, no, si es usted muy dueño… Entonces –continúa la dependienta– uno de los móviles bla, bla y movistar+ Cero. Me trae usted aquí el decodificador antiguo.
— Ya, en una bolsa de plástico.
— ¿Está conforme?
— No, me parece un abuso…
Entonces ocurre algo chocante: la joven se levanta convertida en una ménade furiosa, da varias vueltas sobre sí misma, deja de un golpe los papeles sobre la mesa y grita:
— ¡Pues contrátelo usted por teléfono!
— Tranquilícese, que igualmente voy a firmar. A la fuerza ahorcan.
Por la tarde me llaman para decirme que estarán aquí el lunes entre las 15:00 y las 17.00 horas. Al día siguiente (viernes) llama un técnico que dice que vendrá en unos veinte minutos, a echar un vistazo. Al rato, en efecto, aparece, verifica que todo es posible y cómo hacerlo y me asegura que el lunes por la tarde procederán a realizar la instalación como estaba previsto. Empiezo a pensar que he ascendido de categoría y que pertenecer al club de la fibra conlleva un trato especial, casi humano.
El lunes por la mañana llaman de Atención al cliente:
— Valore del uno al diez…
— Tres.
Por la tarde llama el técnico para informarme de que no les han servido el cable (de 120 metros) que necesitan y que tendrá que ser el miércoles. También me pide que llame al ayuntamiento (Camponaraya) a ver si pueden desbrozar la margen del camino entre los postes del teléfono. En efecto, algunos arbustos ya son casi árboles desde la última reparación y estorban la seguridad del cableado.
El lunes a primera hora llamo al ayuntamiento, me responden que toman nota y que a ver qué se puede hacer. Advierto que tengo una media docena de llamadas perdidas de Atención al cliente. Devuelvo la primera:
— Actualmente no podemos ofrecerle los niveles de servicio que habitualmente prestamos a nuestros clientes, le rogamos que disculpe las molestias que ello pueda ocasionarle. Si es usted piscis, pulse uno, si no es supersticioso pulse dos…
Me pregunto cuando van a cambiar la locución, porque ese «actualmente» viene durando demasiado tiempo para seguir pasando por le mot juste, y ese «habitualmente» parece más la expresión de un deseo que la añoranza de un pasado realmente existente. Pero lo más desesperante es que en ningún momento «el sistema» me permite comunicarme con Atención al cliente.
El miércoles no viene nadie, así que el jueves a primera hora llamo al técnico. Me informa de que aún no les han servido el cable (sigo estando a 120 metros del primer mundo); puedo llamar al 1004 y poner una queja o esperar al miércoles que viene, a ver si ha llegado.
— Es que nos tienen desabastecidos.
— No se preocupe, esperaré. Luego ya veremos.
Aprovecho para preguntarle si el decodificador lo pueden dejar sin conectar.
— Igual le van a cobrar 60 euros.
— Ah! Secretum secretorum.
— ¿Qué?
— Nada, no se preocupe. Hasta el miércoles entonces.
Me asomo al balcón a ver si hay movimiento por parte del ayuntamiento. Nada. Tengo otra media docena más de llamadas de Atención al cliente.
He trabajado casi toda la mañana en el jardín y he plantado un cornejo en la huerta, por el nieto que acaba de nacer no hace ni diez días, después de comer me echo un rato la siesta. A los tres minutos suena el móvil. Una voz de mujer me informa de que la llamada será grabada, etc… y otra, de hombre, se presenta y empieza a preguntarme algo sobre la baja valoración que he hecho de mi experiencia en la tienda. Le interrumpo:
— Mire, no pueden llamar 24 veces y que no sea posible responderles. Solucionen eso, no informen a medias y no pregunten nada hasta que todo el proceso esté resuelto, todo. Ahora le ruego que me perdone, pero voy a colgar.
Se disculpa y se despide muy cortésmente, pero se lleva el sueño con él así que bajo a la cocina a hacerme un café.
— Leeré la prensa un rato y aprovecharé que no ha llovido para cortar el césped.
— Aaaajá…
— Estaba yendo demasiado bien.
— Ya –dice Raquel sin dejar de mirar, arrobada, la pantalla del móvil.
— Me voy a comer al perro.
— Aaaajá…
Desde que es abuela, Raquel padece síndrome de negligencia hemiespacial y no atiende a la parte del universo ocupada en otra cosa. Los 120 metros que nos separan del primer mundo no son nada frente a los cuatrocientos kilómetros que nos separan del bebé; aunque bien podríamos ir a Madrid y volver antes de que telefónica nos bendiga con su fibra óptica.
— ¿Qué has dicho?