[LA OVEJA NEGRA] Cuando las ideologías te vuelven idiota
GERMÁN VALCÁRCEL | Hace unos días un amigo me hizo llegar un pantallazo, extraído de una red social, donde un “caballero”, vecino de Ponferrada, orgulloso votante de Vox y “odiador” de todo lo que huela a izquierda (soy plenamente consciente que la necedad y el sectarismo no son patrimonio de la extrema derecha, están muy democráticamente repartidos), cuestionaba el cambio climático. Su argumento de fondo venía a decir que era cosa del “lobby ecologista”, y “de políticos y medios de comunicación afines a la izquierda y al progresismo antiyanki”.
Inmediatamente me vino a la memoria una frase de Jonathan Swif, autor, entre otros, de Los viajes de Guilliver y de Una Modesta Proposición, que más o menos viene a decir, cito de memoria: no se puede conseguir que, alguien abandone por el razonamiento una convicción a la cual no ha llegado por el razonamiento.
Este caso me sirve para constatar que, desgraciadamente, muchas de las opiniones que la inmensa mayoría de la gente defiende y da por buenas, están pasadas por el tamiz de las tontunas ideológicas y de los tópicos, consignas, generalizaciones y manipulaciones partidistas que solo sirven para fomentar la polarización social y legitimar el pensamiento mágico tecnólatra. No deberíamos permitirnos seguir dando pábulo a los viejos mitos que desde el poder nos divide en izquierdas y derechas, cuando, en realidad, no son más que las dos caras de una misma moneda, una la cara supuestamente amable y la otra la cruz, convencida de que somos hijos de dios o directamente dioses; ambas persuadidas de que el planeta y todo lo que en él vive está a nuestro servicio.
Hace ya años, desde los sesenta, muchos miembros de la comunidad científica, vienen avisando que estábamos superando varios límites naturales y desde entonces hemos continuado haciéndolo. A finales del siglo XX, se empezó a constatar que comenzábamos a perder definitivamente el control de los procesos económicos y tecnológicos. No haber escuchado, en aquellos momentos, los avisos de esos científicos nos han llevado a un punto de no retorno en la explotación de recursos y sistemas naturales.
No lo digo yo, lo sostiene un organismo tan poco antisistema como la propia ONU, a través del IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y servicios de los Ecosistemas), en un informe presentado en 2019, donde se señala que “la destrucción de la naturaleza se está dando a una velocidad nunca antes vista. Nuestra necesidad de más alimentos y energía son los principales impulsores”. Seguramente, al caballero antes citado, y a otros de similar catadura, le dará lo mismo lo que diga la ONU o el Sursum corda.
Parece servir de poco que se explique, una y otra vez, que el consenso científico nos dice que, de aquí a una década, como mucho, hay que bajar las emisiones de CO2 a una cantidad equivalente a la era preindustrial, en torno a 1790, si queremos evitar una catástrofe civilizatoria que puede terminar en una matanza sin precedentes, por no decir en la práctica extinción del ser humano.
Para contextualizar, y saber, a qué desafío nos enfrentamos, y lo que esa reducción supone, apuntar que en esa misma época, finales del siglo diecisiete principios del siglo dieciocho, España tenía poco más de diez millones de habitantes (el conjunto del planeta menos de mil millones), la exigua clase media (por nominarla con términos actuales) vivía con mucho menos que los precarios y excluidos actuales (hablo de los de esta parte del mundo que es donde hemos devorado, y devoramos, ingentes cantidades de recursos), y los ricos, más o menos, como la clase media-baja actual. El resto de población sobrevivía con niveles de consumo energéticos muy muy pequeños.
El modelo fosilísta-capitalista está finiquitado, por muy ciegos y sordos que queramos hacernos
Este es el complejo escenario al que nos enfrentamos. El metabolismo socio-económico y cultural nacido con el capitalismo, la revolución industrial y la disposición de energía abundante y barata nos ha permitido construir una sociedad muy sofisticada y muy compleja. Pero, también, nos han conducido a las puertas de un colapso global: energético, ecológico, económico y social ¿Han leído o escuchado que se esté poniendo, realmente, estos asuntos en el lugar que se merecen?, más allá de genéricas llamadas a un “desarrollo verde y el crecimiento sostenible”. El problema es que el crecimiento “verde” no existe ni es sostenible. Es un oxímoron. Por poner cifras y se hagan una idea, un crecimiento del PIB, por muy verde que lo pinten, del 2,5% anual, de forma continuada, nos lleva a duplicar la economía en 25 años, a cuadruplicarla en 50 años. ¿Alguien piensa que el planeta soportaría semejante barbaridad?
Muchos de los que se esconden tras eslóganes como «emergencia climática», “desarrollo sostenible” y “economía verde” no buscan la protección de la Tierra, o el clima. Más bien pretenden salvar, proteger y expandir, lo que el “caballero”, al que me referí al principio, defiende sin cortapisas: la economía capitalista (de la civilización industrial) a expensas de nuestro ya diezmado planeta. Esta nueva ola de saqueo y devastación medioambiental que está en camino, en nombre de la revolución climática, hará que toda violencia histórica contra la naturaleza, hasta el día de hoy, parezca un juego de niños.
Sé que la inmensa mayoría de la sociedad consumista no cuestiona el modelo, por eso se agarra a la etiqueta verde porque les hace ilusión creer que van a poder seguir viviendo sin cambios en sus vidas. En las infantilizadas y vacuas sociedades occidentales nadie quiere responsabilizarse de sus vidas ni de las consecuencias que su estilo de vida genera, así pueden seguir viviendo a costa de las generaciones futuras, de los actuales habitantes del Sur Global y de los ecosistemas del planeta.
Ello da alas y justifica a los responsables de los proyectos públicos (en esta democracia representativa, son los miembros de la industria de la representación política, todos, todas y de todas las “ideologías”) ciegos defensores del modelo social fosilista. Escuchar, el pasado viernes, en una emisora local, al alcalde de Paramo del Sil defendiendo la quema del carbón -no es el único-, pone los pelos de punta y nos dice que perdamos toda esperanza.
Ciertamente, el fosilista, ha sido el modelo que ha triunfado en los últimos cien años y por eso la inercia puede llevar a intentar perpetuarlo, pero con ello, estos dirigentes políticos, demuestran su ignorancia, incompetencia y su psicopatía criminal. Y, también, es una desoladora prueba más de que no existen datos, hechos ni argumentos que puedan hacer cambiar a las personas convencidas de algo.
Pero el modelo fosilísta-capitalista está finiquitado, por muy ciegos y sordos que queramos hacernos, por el fin de los combustibles fósiles y por los desastres medioambientales que ocasiona su naturaleza hípermercantilista. Sin embargo, como todo sistema, tiende a su supervivencia y así nos lo demuestran con su Green New Deal, la Transición ecológica y demás negocios verdes. Pero hemos llegado a un punto de no retorno en la explotación de recursos y sistemas naturales, y como vemos, y estamos comprobando, el capitalismo tiene inercias tecno económicas y organizativas que impiden su transformación deliberada y racional por medios políticos.
Llegados a este punto, servidor se pregunta: ¿en qué planeta vive cierto personal?, a juzgar por lo que se les ocurre para solucionar los problemas de este, debe ser de uno muy lejano y diferente. Podía terminar esbozando un pequeño programa decrecentista ¿para qué? Quien haya leído alguna de estas columnas, ya conoce los fundamentos del Decrecimiento, para qué repetir.
El panorama, ciertamente, no da para ser optimistas, sobre todo porque, como sostenía Albert Camus: “Miles de voces, día y noche, entregadas cada una por su lado a un tumultuoso monologo, vierten sobre los pueblos un torrente de palabras falaces, ataques, defensas, exaltaciones, tan seguras de sí mismas, de su razón imbécil o de su corta verdad, como para creer que la salvación del mundo reside sólo en su propia dominación”. Basta mirar a nuestro alrededor, para comprobar la lucidez de Camus.