[LA OVEJA NEGRA] Tecnolatría, la nueva religión
GERMÁN VALCÁRCEL | Un pequeño intercambio de opiniones, a través de wasap, con un conocido –tecnólatra convencido y confeso– y una reflexión del escritor y filósofo francés Michel de Montaigne (“Desconfio de las invenciones de nuestro ingenio, de nuestra ciencia y nuestra técnica, pues por él hemos abandonado la naturaleza y sus formas, y en él no sabemos observar mesura ni límites”), me ha llevado a concluir que el mayor problema al que nos enfrentamos, para que el pensamiento ecologista –el profundo, no los habituales trampantojos y simplezas eco-reformistas– pueda ganar espacio en la actual sociedad industrial fosilista globalizada, está condicionado por la fe ciega en la tecnología.
Esa fe, más bien creencia irracional, está cegando los ojos de las mayorías sociales y políticas, incapaces de ver, y asumir, el complejo y difícil escenario hacia el que caminamos de manera cada vez más acelerada.
Ayuda a apuntalar esa fe en la tecnología, ese constructo llamado economía, al que algunos denominan ciencia, y dentro de él la economía clásica que, si bien ha tenido, más o menos, en cuenta la primera ley de la termodinámica (la materia-energía no se pierde, sino se transforma) no así la segunda, mucho más importante que la primera a efectos prácticos. La economía clásica jamás ha tomado en consideración la entropía, codificada en el segundo principio de la termodinámica, el que, simplificando, nos confirma que los diversos tipos de energía no son igualmente convertibles en trabajo útil o dicho de otra forma: ni el gas, ni el carbón, ni el petróleo pueden quemarse dos veces.
Esa supuesta ciencia económica tampoco parece haber tenido muy en cuenta la dinámica de crecimientos exponenciales que podríamos enmarcar dentro de unas nociones básicas de teoría de sistemas. Ni siquiera Marx llegó a comprender totalmente los dos conceptos. No podemos reprochárselo, los problemas que arrastramos desde principios de los años setenta del siglo XX –agravados, hasta convertirlos en acuciantes en el siglo XXI, por el neoliberalismo– no eran perceptibles en la segunda mitad del siglo XIX.
Que las elites políticas y empresariales empiecen a asumir públicamente (ellos lo saben hace mucho) que estamos a las puertas del descenso energético más severo que haya enfrentado la humanidad y que, además, será muy rápido, permite que conceptos como colapso sistémico o decrecimiento empiecen a estar en el debate político-social, incluso en los medios de comunicación convencionales, y nos da una pista de que el desastre es ya difícil de disimular. El problema es que el capitalismo no tiene reforma posible. Y las soluciones que van a proponer esas elites van a llevarnos hacia un genocidio y ecocidio de dimensiones inimaginables.
Al hilo de lo anterior, debo reconocer que la visita del presidente del Gobierno a Ponferrada me ha sorprendido por su sobriedad. No nos ha “vendido” ninguna “moto”, a pesar, o tal vez por ello, de los agujeros negros profundos que tienen sus políticas de expansión de las renovables. La única promesa que hizo está, sorprendentemente, ligada a un cierto conocimiento del territorio que visitaba y, sobre todo, del escenario global hacia el que caminamos.
Estamos a las puertas del descenso energético más severo que haya enfrentado la humanidad
La “promesa” de convertir CIUDEN en un centro de innovación para el mundo rural (para cabreo de los rentistas, “emprendenduristas” y de los funcionariales clasemedianos urbanitas ponferradinos), a expensas, eso sí, de ver como se concreta, es empezar a ir por el buen camino. El mundo rural, reruralizar nuestras vidas y nuestra masacrada geografía, ambas, por el extractivismo y el industrialismo fosilista, es el único camino que tenemos los habitantes de esta tierra. Si esa innovación va encaminada hacia la regeneración de ecosistemas, a fomentar el abandono de la agricultura fosilista y de la ganadería industrial, bienvenida. Reconstruir ecosistemas degradados (la mejor manera de empezar a combatir y controlar el calentamiento global y el desbarajuste climático), y más si se hace desde criterios sistémicos, es la única opción, no solo viable sino incluso rentable. Pero la invasión industrial del territorio rural y natural que plantea el actual gobierno, con su Transición Justa, hace que la credibilidad de la propuesta realizada sea nula.
Reconozco que cada vez que miro hacia el PSOE lo hago de reojo, con la desconfianza que siempre hemos sentido los educados políticamente en la crítica metódica y en la cultura y conciencia del no, que nos enseñó que es preferible equivocarse desde la ideología que acertar desde el pragmatismo (seguramente no es una virtud, sino un vicio heredado de mi lejano pasado antifranquista), con esa repugnancia política e intelectual hacia los palanganeros del neoliberalismo.
Penosas, esperpénticas y repletas de ignorancia han sido las reacciones a las propuestas del presidente del gobierno, de las distintas oposiciones políticas comarcales y de muchos “tribunos” locales, anclados en un mundo y unos paradigmas que ya no existen, o están obsoletos y caducados. Seguir reclamando proyectos industriales, turísticos o de investigación, demostrados inviables, hablar de macro infraestructuras viarias –¿no saben de dónde sale el asfalto? ¿las carreteras y autovías las van a construir con adoquines?– en vez de centrarse en la modernización del ferrocarril, eso sí, olvidando el AVE, es no saber el momento histórico que vive la humanidad. Empiezo a tener la impresión que no es que los viejos mitos y leyendas se resistan a morir, sino que hay demasiada gente convencida de que no podría vivir sin cuentos. El problema es que sus cuentos salen demasiado caros y con el escenario que se prevé será aún peor.
No querer ver lo que está ocurriendo es seguir creyendo en el pensamiento mágico tecnólatra y no aceptar que avanzamos hacia tiempos de fuerte descenso energético. Por no hablar del cambio climático y las renuncias que combatirlo, de forma eficiente, lleva asociadas. Tanto al Gobierno, como a esa oposición y a esos “tribunos”, les debemos preguntar: ¿Nos hacemos cargo de la realidad o seguimos fantaseando con el mesianismo tecnológico, o pensamos en otro mundo alternativo que debe nacer de las entrañas de este?
A veces, escuchando a todas estas gentes hablar de los posibles desarrollos, basados (no sé si son realmente conscientes de lo que dicen) en tecnologías de geoingeniería, digitalización, genéticas o en energías fósiles y nucleares, servidor se siente tentado a decir: cuanto antes se hundan las sociedades industriales (que se hundirán) mejor.
En una sociedad que se autodefine del conocimiento, y que ha acumulado más saberes científicos que en ningún momento anterior de la historia de la humanidad, constatar que esos saberes y ese conocimiento no sirven para hacer frente al colapso civilizatorio, ni para impedir el suicidio colectivo al que los infantiloides tecno optimistas nos quieren conducir, produce bastante indignación y tristeza.