[LA OVEJA NEGRA] Enrique, el de la biblioteca
GERMÁN VALCÁRCEL | Voy a utilizar, en esta ocasión y sin que sirva de precedente, este espacio para hablar de alguien que, desde hace más de treinta y cinco años, forma parte de mi paisaje sentimental, de mi memoria más íntima y de esa retaguardia emocional siempre segura, cálida y acogedora que todos necesitamos para sobrevivir, en un contexto social donde la hipocresía, la envidia, la manipulación, la traicion y la mentira ocupan casi todos los ámbitos de las relaciones sociales.
Los amigos son esas personas que elegimos para recorrer el camino de la vida, unos son de la infancia, otros fugaces, otros te acompañan durante mucho tiempo. De estos últimos es Enrique, el de la biblioteca.
Lo conocí en aquellos tiempos en los que, quienes con posterioridad devinieron en miserables socialpancistas, empezaron a enterrar utopías para convertirnos en el país donde los “listos” más rápidamente se hacían ricos; tiempos en los que, “con un peto azul mahón, con la culera manchada de tierra”, bajaba con la madre de mis hijas, por una pista todavía sin asfaltar, de San Cristóbal de Valdueza a buscar libros de préstamo a la Biblioteca Municipal. Fueron unos años en que, huyendo de la gran ciudad y de la tremenda decepción ocasionada por el tránsito de una sangrienta dictadura a una democracia coronada, anodina, construida y cimentada sobre la amnesia colectiva, la desmemoria y el embuste, probé -y fracasé, pese a intentarlo durante casi una década- a convertirme en campesino.
En una sociedad donde el clasismo, la cobardía ante el poder, la corrección política y social, condicionan y convierten las relaciones sociales en pura fachada, y donde los comportamientos están, mayoritariamente, subordinados al interés o “el qué dirán”, siempre me ofreció muestras de amistad y lealtad. A pesar de los desencuentros políticos, discrepancias y diferencias de todo tipo, y de las incomodidades que esa amistad le causó, ante ciertos personajillos locales, debido a mi activismo político y a las opiniones vertidas en estas columnas de opinión por “ese amigo tuyo”.
Enrique pertenece a esas generaciones que, nacidas en un tiempo y en un país gris y devastado que sobrevivía aislado en el lazareto político en que Franco lo había convertido, supieron sobreponerse al clima de terrible represión y barbarie imperante, intentaron construir un país mejor.
Él es esa persona portadora de la lustrosa calva que todo usuario de la Casa de la Cultura veía desde su inauguración, al acceder a su vestíbulo, tras el mostrador de recepción. Su constante presencia en la Biblioteca Municipal de Ponferrada, durante treinta y nueve años, le ha convertido en parte de la geografía cultural de esta ciudad. Ayudando, con entusiasmo y cariño, a crear las mejores condiciones posibles para que casi cuatro generaciones de bercianos disfruten de lo que ha sido, junto con el Teatro Bergidum con posterioridad, el centro neurálgico de la vida cultural, social y política de la capital berciana durante las últimas cuatro décadas. Políticos, escritores, artistas, periodistas, activistas sociales, la ciudadanía en general pueden dar fe de ello.
También, ha sido un discreto militante político, y un comprometido activista cultural, ecologista y sindical. Ejerció de representante sindical de los funcionarios municipales y abandono esa representación cuando los sindicatos pasaron de ser organizaciones al servicio de los trabajadores a meras gestorías laborales, para provecho de sus dirigentes.
Fue uno de los integrantes (a mediados de los ochenta), del, posiblemente, primer colectivo ecologista del Bierzo: “Genciana”, donde confluyo un magnífico e irrepetible grupo de ingenuas gentes llenas de ilusión, ganas de cambiar las cosas y conocimientos, puestos al servicio del bien común. El colectivo desapareció, a primeros de los 90, debido a la huida de la comarca, en busca de mejores horizontes vitales, de la mayoría de sus fundadores y miembros más activos. A él, con la compañía del ya desaparecido Ubaldo Gómez -otro gran tipo- le toco el triste papel de enterrador y de albacea de los trabajos y publicaciones que se llevaron a cabo en un corto, pero intenso y fructífero periodo de seis o siete años.
Aunque, seguramente, para la mayoría de los habitantes de esta ciudad simplemente se acaba de jubilar un funcionario municipal más, pierden a un servidor público vocacional, de los de verdad, no de los que se autoproclaman y presumen de tal cosa, en sus perfiles y cuentas en las redes sociales. Una persona a la que, seguramente, es capaz de visualizar la inmensa mayoría de los bercianos, tanto por los que aquí siguen como por muchos que emigraron.
Enrique no es de esa gente que pueda incorporar a su biografía hechos heroicos, pero muchos bercianos, estoy convencido, echaran de menos su afabilidad, su sencillez, su media sonrisa, incluso sus malas pulgas cuando alguien rompía las normas de convivencia, en el uso de ese espacio público que es la Casa de la Cultura. En definitiva, echaran de menos su lealtad al trabajo bien hecho, puesto al servicio de la comunidad.
Espero que disfrute de este nuevo tiempo, igual que supo disfrutar de su trabajo, y seguir compartiendo risas, discusiones, afectos, activismo, paseos y vinos.