Intervención del Grupo Municipal Ciudadanos en el Día de la Constitución
El 17 de septiembre de 1787, una Convención Constitucional de representantes del recién independizado pueblo americano, reunida en Filadelfia, adoptó la Constitución de los Estados Unidos de América, luego ratificada bajo la fórmula Nosotros el Pueblo, alumbrando la primera democracia del mundo, y que lleva vigente más de 230 años.
Nadie en los Estados Unidos se plantea que su Constitución haya perdido legitimidad por el hecho de que, a lo largo de estos siglos, las generaciones posteriores no la hayan votado o refrendado. Sostener este argumento supone ignorar la mecánica de los procesos constitucionales y el verdadero espíritu de los ordenamientos constitucionales democráticos que por vocación son un auténtico legado transgeneracional.
El pueblo español, abrumadoramente, aprobó en referéndum nuestra actual Constitución el 6 de diciembre de 1978. Las generaciones actuales, y otras antes que ellas, no la votaron, y eso no puede privarla de legitimidad. Su legitimidad se la otorga el esfuerzo que los españoles, y sus representantes democráticamente elegidos, hicieron por elaborar un marco político y jurídico de convivencia con el que fuimos capaces de superar décadas de autoritarismo y división, para intentar construir un futuro mejor para todos, bajo el signo del progreso y del respeto a los Derechos Fundamentales de los ciudadanos.
Para aquellos a los que, desde la perspectiva del tiempo y de sus prejuicios ideológicos, les parece que la Constitución fue fruto de una mera cesión a los deudos de la dictadura, el estudio riguroso del proceso de transición democrática les debería abrir los ojos y ayudarles a comprender la tremenda complejidad que comportó alcanzar los consensos necesarios para articular este marco político y jurídico, capaz de enterrar 40 años de dictadura, superar los odios atávicos y conjurar las amenazas involucionistas.
Todo un ejemplo para las naciones del mundo civilizado, un auténtico modelo de transición pacífica, sólo empañado por el terrorismo criminal que nunca dejo de matar en su ansia por hacer fracasar la recién nacida democracia.
Hoy en día, esos mismos que empuñaron las pistolas siguen abonando la idea de destruir este régimen constitucional y sustituirlo por otro a la medida de sus ambiciones políticas. Los enemigos de la democracia siguen siendo aquéllos que lo fueron hace 40 años, aunque se travistan de indispensables socios de gobierno. Su objetivo es sembrar la incertidumbre, la división social, convertir España en una Torre de Babel y disolver la identidad nacional en una ceremonia de la confusión en la que los intereses de las minorías prevalezcan y se impongan a los de esa mayoría social que rara vez invade las calles para expresar sus verdaderas reivindicaciones.
La Historia, escrita con mayúscula, no se puede cambiar, pero su elenco de hechos inmutables nos aporta unas enseñanzas que es necesario aprender para que el presente no se nos escape de las manos y podamos construir un futuro de concordia. Quiénes intentan cambiar la Historia contándola de manera sesgada, hacen un flaco favor a la sociedad y a las generaciones venideras. Quiénes hoy pervierten la realidad histórica, tal vez estén sembrando la semilla del enfrentamiento para el día de mañana, desconociendo que el ecosistema político, en el que se desenvuelven las relaciones sociales y la convivencia de los ciudadanos, se sustenta en un complejo entramado de equilibrios políticos, económicos y sociales, aderezado de emociones poco dadas a la reflexión sosegada, y no exento de fragilidad.
Por este motivo, la inteligencia de los padres de la Constitución ideó un mecanismo que blindaba su reforma frente a los vaivenes de la aritmética parlamentaria y a las crisis coyunturales. Como representantes legítimos de los ciudadanos, nuestro deber es estar vigilantes para evitar que cualquier proceso de reforma constitucional se lleve a cabo ilegalmente, socavando el prestigio y el funcionamiento democrático de las instituciones públicas, y sin concitar el consenso del pueblo español soberano, el de esa mayoría silenciosa que sólo quiere paz, progreso y convivencia, como en 1978.