[UNA HABITACIÓN AJENA] Cuestión de límites
Cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor
(Italo Calvino. Por qué leer los clásicos)
Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado.
(Friedrich Nietzsche. La Gaya Ciencia)
NELLY BOXALL | Viene siendo mi costumbre celebrar las fechas navideñas con la relectura de un clásico del género de terror o de la ciencia ficción, así que este año ha tocado -por alusiones pandémicas- “Frankenstein o el moderno Prometeo” de Mary Shelley. Con una técnica novedosa para su época como lo era el formato epistolar -detrás vendría el Drácula de Bram Stoker- y recurriendo a una especie de juego de matrioshkas rusas, la autora se revela como una auténtica precursora del discurso crítico de la sospecha en cuanto a la existencia de un lado oscuro en la ciencia y en la tecnología, advirtiéndonos con su obra sobre los excesos del campo científico, materia en plena efervescencia durante el siglo XIX. Fueron los escritores de su generación literatos preocupados por los avances científicos, mentes ávidas de desentrañar las últimas novedades tecnológicas propiciadas por la revolución industrial y a medida que sus efectos negativos se percibían con más intensidad, comenzó a extenderse entre ellos una visión ambivalente sobre la ciencia y la técnica, diluyéndose la confianza que se había depositado en ellas: las condiciones de vida de los trabajadores en las ciudades industriales, el trabajo de los niños en las fábricas, la degradación del paisaje, las revueltas de los «luditas» destruyendo las nuevas máquinas que les dejaban sin trabajo condenándoles a la miseria, todo ello contribuyó a quebrar la mirada optimista sobre el nuevo mundo industrial y técnico.
Se trataba, como hoy, de una Ciencia al servicio del sistema capitalista -cimentada por el antropocentrismo y el mecanicismo de base cartesiana- y consolidada durante el siglo XIX con más ahínco para que el hombre evitase vivir en un mundo caótico tras la “muerte de Dios”, y para ello tendría que recogerse en la Ciencia como quien escapa de la lluvia y se sitúa bajo un techo; la Ciencia sería entonces el efecto que le ayudaría a vivir fuera y evitar de ese modo el caos. Por eso no sorprende, en nuestros días, la confianza ciega que nuestra sociedad deposita en el conocimiento científico, en el progreso tecnológico, sin cuestionarse las dimensiones éticas de algunos avances, sus límites o incluso su pertinencia. Éstas son algunas de las cuestiones planteadas en Frankenstein -publicada en 1818- donde un ambicioso científico juega a ser Dios, desdeñando la propia Naturaleza, creando una deforme criatura de la que renegará inmediatamente. Víctor Frankenstein es el antihéroe incapaz de asumir la responsabilidad de su hacer científico. Es consciente del poder de sus conocimientos pero al mismo tiempo se muestra impotente para controlar los resultados de los mismos, lo que anuncia la condición trágica del hombre moderno. El sueño moderno deviene pesadilla. Una pesadilla que no anida en la criatura creada por Frankenstein sino en el interior del alma humana.
Si bien la investigación científica pura es éticamente neutral, el dilema ético se presenta en las aplicaciones tecnológicas de la investigación científica. La criatura creada por Víctor Frankenstein es un producto tecnológico, construido aplicando principios de la ciencia, sin embargo este científico es un narcisista que solo busca la inmortalidad y la gloria sin pararse a pensar en las consecuencias de su trabajo. Implícitamente, lo que Mary Shelley plantea es una cuestión central de total vigencia en la actualidad: el del poder de la ciencia y técnica en el mundo contemporáneo, que no entiende de categorías de lo bueno y lo malo sino exclusivamente de poder o de impotencia. En nuestro tiempo, ejemplos en Ciencia tenemos de sobra para ilustrar los postulados de Shelley: biotecnología, nanotecnología, investigación genética, generaciones de redes, etc., y nuestra sociedad no ha tomado conciencia de los riesgos de su desarrollo incontrolado. La sociedad contemporánea percibe la ciencia y la tecnología como algo dado, totalmente alejado del debate político. Es una percepción dominada por una concepción del progreso, heredada de la Ilustración, para el que cualquier cambio científico o innovación tecnológica siempre beneficia a la humanidad… pero sabemos que no siempre es así.
“Quien no haya experimentado la seducción que la ciencia ejerce sobre una persona, jamás comprenderá su tiranía”
(Frankenstein, de Mary Shelley)