[LA OVEJA NEGRA] No mires arriba, observa a tu alrededor
GERMÁN VALCÁRCEL | Hay una escena en la película biográfica, dirigida por Margarethe von Trotta, sobre la pensadora y escritora -rechazaba el calificativo de filósofa- Hannah Arendt, donde la protagonista, en un discurso dirigido a sus alumnos les dice “…el mayor mal del mundo es el mal cometido por los ‘Don Nadie’. El mal cometido por los hombres que no tienen un motivo, ni convicciones, que no tienen un corazón malvado ni demoniaco, sino por seres humanos que se rehúsan a ser personas. Y es este el fenómeno al que he llamado la banalidad del mal”.
Observando el escenario, en el que estamos inmersos, cada día que pasa siento más temor a esos “Nadie”. Pero también, de esos científicos y esos miembros de la casta sanitaria que, como en tiempos de Hitler, establecen complicidades con los crímenes contra la humanidad y represiones que, desde los gobiernos actuales y las grandes corporaciones farmacéuticas, se están llevando a cabo, confabulándose con ellos para justificar las medidas cada vez más totalitarias que nos están imponiendo. También, miedo a esos que se proclaman periodistas, a esos todólogos que llenan tertulias televisivas y radiofónicas en los medios de comunicación masivos y se dedican a insultar, descalificar e inocular odio hacia a todo aquel que se muestra crítico con el relato oficial y la estrategia que se está siguiendo. Espanto ante la cada vez más creciente hostilidad social hacia ese reducido y, cada vez más, minoritario grupo de personas que, en nuestro país, no se quiere vacunar; convertidos en chivos expiatorios de la frustración y el miedo de esa inmensa mayoría. Empieza a resultar difícil encontrar algún vestigio de humanidad en la sociedad actual.
Sería conveniente que toda esa gente que ha decidido seguir de manera acrítica la ortodoxia covidiana y las consignas que emanan del poder tengan algo de humanidad para no imponérselas a los demás. Está demostrado que los no vacunados no son ningún peligro para nadie, y si son ciertas las tesis oficiales, a quien realmente ponen en peligro es a ellos mismos. No veo tan preocupados a esa inmensa mayoría, ni a los medios de comunicación, ni a los políticos por la creciente ola de suicidios, ni tan cabreados ante el desmantelamiento de la Sanidad Pública. ¿O tal vez, de lo que se trata es de “joderles”, como acaba de decir, sin ningún pudor, el presidente francés, Emmanuel Macron, simplemente por su disidencia?
Jamás he puesto en cuestión la utilidad de las vacunas, ni siquiera que no sea conveniente recomendar la vacunación a inmunodeprimidos, y lo sigo sin hacer, pero tener dudas, y expresarlas públicamente, sobre qué hay detrás de la imposición de inocular, cada cuatro meses, de forma masiva y obligatoria, un producto que ha mostrado graves deficiencias y peligrosos efectos secundarios, no debería convertir a quien lo hace en un negacionista, en un antivacunas, en un terraplanista, en un antisocial o en un delincuente, como tal son tratados.
Por qué no empezar a reconocer que muchas de las denuncias que hacían quienes, hace escasos meses, eran tildados de conspiranoicos son ya una realidad incipiente en estos momentos: el control biopolítico, a través de chips o pasaportes covid. Se trataba simplemente de observar y pensar por cuenta propia; la tecnología hace tiempo lo permite y en cierta manera ya estaba funcionando. Tan difícil es ver y aceptar que la pandemia está siendo un pretexto para que los estados adquieran un mayor control sobre los ciudadanos. Esa guerra contra los no vacunados se empieza a parecer a una persecución contra todo aquel que no se someta a los designios del Estado. Lo siguiente en llegar, parece, será el carnet por puntos de buen ciudadano, algo similar a lo que ocurre con el carnet de conducir. El escenario que relató Orwell en su novela 1984 parece, cada vez más, una crónica de la actualidad.
Ante esta atmosfera, es necesario decir algo que sí está constatado: nos mintieron desde el principio y lo siguen, y seguirán, haciendo, porque cada vez que aceptamos la mentira por miedo, ignorancia, coerción o cobardía saben que pueden avanzar un paso más para controlarnos, hasta que no nos quede ni un gramo de voluntad, si es que alguna vez la tuvimos.
Es necesario decir algo que sí está constatado: nos mintieron desde el principio y lo siguen, y seguirán, haciendo
Si el coronavirus ha demostrado algo es que las democracias parlamentarias liberal-representativas son un sistema fallido. El fascismo no es algo por venir, el fascismo es la realidad ya presente en nuestra sociedad, la extrema derecha en los parlamentos no representa nada más que los estertores de resistencia a aceptar que nuestra civilización está caducada. Cambiar la cosmovisión eurocéntrica, antropocéntrica, cientifista -la ciencia convertida en religión- y tecnolatra es un imperativo de vida, no una ideología. Esa arrogante y supremacista cosmovisión es la que nos ha traído hasta este precipicio de devastación ecológica y al colapso climático responsable, en parte, de este tipo de pandemias. Si no paramos pronto, el planeta se deshará de nosotros y retornará a una etapa anterior de su evolución.
Por eso, el Decrecimiento ya no es un eslogan, es un marco teórico y conceptual de propuestas que es necesario empezar materializar, para crear modelos alternativos. Modelos “pluri-versos” como sustitutos del actual modelo “Uni-verso”, ya manifiestamente inviable. Evidentemente, el decrecimiento está llamada al fracaso si el sistema de valores que le guía sigue siendo el mismo que rige en el actual modelo capitalista fosilista. Es decir, requiere otro nivel de consciencia donde la desjerarquización de relaciones las sociales y económicas, la desaparición de la competitividad como motor de desarrollo económico y el crecimiento como objetivo sean sus motores.
No se trata de crear una Arcadia feliz imposible, sino de escapar de la colonización que el capitalismo globalizado ha hecho del inconsciente colectivo de las sociedades occidentales, y de buena parte de otras latitudes gracias a la ingeniería social que trabaja para él desde hace más un siglo, logrando hacer creer a la gente que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Este es el principal obstáculo.
Estos últimos días, amplios sectores de la sociedad hablan de la película No mires arriba como metáfora paródica del colapso que nos espera. Una vez más el sistema fagocita la disidencia y la convierte en un producto de consumo más, en un negocio. Así nos mantiene enganchados, saben que somos adictos al consumo y nos manipulan con un bombardeo constante de películas apocalípticas, distópicas, nacidas y paridas en las factorías culturales del Imperio, para, así, poder seguir dominando las herramientas de autodefinición en relación a los otros.
Hace tiempo que podemos observar que las únicas resistencias y la resiliencia vienen de aquellas sociedades o personas de zonas del planeta que han sido colonizadas por el sistema para ser explotadas y expoliadas sus geografías, pero que han podido escapar, a pesar de ello, del colonialismo mental al que me he referido. Los kurdos de Rojava y los zapatistas de Chiapas son, para mí, dos claras muestras. Por eso creo que van a ser las personas que hoy habitan el sur global, quienes nos llevan ventaja en estos escenarios, puede que catastróficos, por su apego, vínculo y cercanía a la naturaleza y por una capacidad de empatía de la que aquí carecemos. Y junto a ellas, unos pocos locos de estas latitudes quienes seguramente hoy están ya iniciando proyectos de vida alternativos que no pienso los conviertan en luditas o infelices ermitaños, sino todo lo contrario.
Como sostenía el filósofo italiano Giorgio Agamben en unas recientes jornadas contra el Green Pass celebradas en Italia: “Se trata nada menos que de intentar constituir una sociedad o una comunidad dentro de la sociedad en todas partes. Es decir, frente a la creciente despolitización de los individuos, encontrar en la amistad el principio radical de una renovada politización”.