[LA OVEJA NEGRA] Una economía ecológica para una civilización en crisis
GERMÁN VALCÁRCEL | El derrumbe civilizatorio, al que estamos asistiendo, no es consecuencia de ningún castigo divino, es el resultado de las decisiones y caminos que en cada momento tomamos como especie, tal vez sería mejor decir que las tomaron los que tenían las riendas del poder. Esas elecciones nos han conducido a topar con los límites de la biosfera de la que formamos parte. Los que desde hace décadas vienen avisando de lo inevitable de ese colapso, si no cambiábamos de rumbo, no eran, ni son profetas apocalípticos, tampoco son adivinos, son simples estudiosos y voceros del diagnóstico descarnado de quienes, ya desde finales de los sesenta, -Murray Bookchin- y principios de los años setenta del pasado siglo -el informe Meadows-, detectaron que habíamos superado varios límites biofísicos y desde entonces hemos continuado haciéndolo de forma cada vez más acelerada e irracional. Este es el principio entero
En estos momentos, cuando todos los indicadores nos muestran que ese colapso ya está en marcha, que el calentamiento global es irreversible y que nuestro estilo de vida está poniendo contra las cuerdas la civilización, y quizás la supervivencia de la propia especia, las tesis del decrecimiento empiezan a salir de las catacumbas. Pero como ha ocurrido, y ocurre, en la historia del capitalismo sus actores económicos, políticos y sociales tratan de desvirtuarla y manipularla, convirtiéndola, unos en un nuevo modo de hacer negocios y otros en una forma de seguir anclados en el poder y sus privilegios. Es bien conocido, y debería sobrar tener que decirlo, que en las sociedades capitalistas cualquier pensamiento o sentimiento, cualquier idea, se mercantiliza, se convierte en mero espectáculo, o en ambas cosas. El decrecimiento, para ciertos sectores de la izquierda institucional y entre algunos sectores eco reformista, empieza a convertirse en un nuevo “producto de consumo político-cultural”. En lo que respecta a la derecha, en la mejor manera de seguir empobreciéndonos sin que protestemos, o incidiendo en las desigualdades.
Pero las tesis decrecentistas no son una apuesta por la salvación de algunos, sino por los derechos de las mayorías y minorías, sociales y biológicas, que viven en este planeta. Y eso choca frontalmente con el imaginario antropocéntrico y eurocéntrico, sustentado en las premisas básicas de la Modernidad: la supremacía de la especie humana sobre el resto de habitantes del planeta. O, dicho de otra manera: la creencia de que la naturaleza, toda, está al servicio de la especie humana y sus relaciones con ella pueden ser transformadas por la tecnología y las instituciones que el ser humano construye.
Si algo tienen las tesis decrecentistas es que no delegan en vanguardias, supuestamente lucidas, la concepción y el diseño de las maneras convivenciales, sino que promueven el derecho a la imaginación en todos los miembros de la sociedad. Algo que no terminan de entender las consumistas y alienadas clases medias, ya sean de derechas o de izquierdas, colonizadas por el capitalismo. Su concepción piramidal de la sociedad, no les permite entender que en el decrecentismo no hay líderes ni gurús, y no alcanzan a comprender que imaginar es un ejercicio de libertad que sostiene los proyectos de decrecimiento. Imaginar es, también, un ejercicio de contrapoder. El campo de la imaginación decrecentista es inmenso, total, infinito, sin más límites que los que la propia energía creativa colectiva se imponga a sí misma. La imaginación y la inventiva participativa son el fundamento de las prácticas por el decrecimiento.
Las tesis decrecentistas no son una apuesta por la salvación de algunos, sino por los derechos de las mayorías y minorías
La locura del crecimiento perpetuo, intrínseca al capitalismo, el agotamiento de recursos energéticos y de otras materias minerales, la disrupción climática, la escasez de agua dulce, están llevando a los llamados países ricos a tratar de imponer un ecofascismo que tiene como objetivo administrar la escasez y la carestía, en un mundo donde ya no quedan ni las ruinas de la ilusión.
La economía mercantil, alimento intelectual del crecimiento, nació en sectores muy limitados de algunos países; posteriormente, a lo largo de dos siglos y medio, conquisto el mundo entero, no solo en sentido geográfico sino también dentro de cada sociedad. Algo que se ha venido en denominar colonización interior. Sus mejores colaboradores están en el mundo académico. Sin ir más lejos, ahí tienen a las universidades, crean economistas que no entienden el mundo real. Debido a lo sesgado de la formación que reciben, les resulta imposible percibir la trascendencia de la interconexión inseparable entre economía, naturaleza y sociedad. Y es así porque los conocimientos que reciben les ofrece una visión que presupone que el mundo es mecánico y no orgánico, como si lo entiende la economía ecológica. La teoría económica clásica no ha incorporado los principios de la termodinámica ni los descubrimientos de la biología, sigue viviendo en el siglo XIX. Si quieren hagan la prueba y pregunten, a cualquier alumno de cualquier facultad de eso que llaman ciencias económicas, les explique cuanto y que saben de las tesis de Nicholas Georgescu-Roegen. Tesis que le han llevado a ser no solo silenciado, sino duramente criticado por los sectores positivistas o progresistas que postulan la sumisión de la naturaleza a la esfera económica. Las consideraciones de Georgescu-Roegen, también alertan sobre la desaparición inexorable de los recursos naturales y de la necesidad de decrecer en el consumo de materias primas y para ello propone un cambio de paradigma, demostrando que un subsistema, no aislado -el económico- no puede regular a un sistema -el biológico- que lo engloba. Tampoco podemos pasar por alto que, también, es denostado por algunos sectores eco reformistas. Sin embargo, Georgescu-Roegen resulta imprescindible para todo aquel que quiera reconciliar economía y ecología.
El caso de Georgescu-Roegen no es único. En nuestro país economistas de la talla de José Manuel Naredo son también invisibilizados, marginados y ninguneados. Se prefiere debatir, en las redes sociales, con personajillos como Ramón Rallo y similares, hablar de rentabilidades, de demanda, de bitcoins o fotografiarse, nuestros políticos de “izquierda”, con escritores de best seller como Thomas Piketty.
A pesar de todas las dificultades y de la ceguera social, dentro del ámbito del pensamiento ecológico y de la ecología política, cada vez son más los que, frente a esa religión social de nuestra época, basada en los valores del crecimiento y el consumismo, y en las ilusiones de una tecnología tecnocientífica y transhumanista que nos proyecte más allá de nuestro límites biológicos, apelan a la mesura y la autocontención, a hacer autocrítica de las supersticiones laicas del antropocentrismo y el progreso. Pero para ello es necesario tener el coraje de asumir la fragilidad y la vulnerabilidad humana, y nuestra condición de seres eco dependientes e interdependientes. Nos va en ello la supervivencia como especie.
Por eso, cuando, a los que llevamos años hablando del colapso civilizatorio y del decrecimiento como alternativa, nos acusan de voceros del apocalipsis, de gentes negativas, de luditas o de enemigos del “progreso”, siempre me viene a la memoria aquello que dejo escrito el pensador y periodista peruano, José Carlos Mariátegui: “Los que no nos contentamos con la mediocridad, los que menos aún nos conformamos con la injusticia, somos frecuentemente designados como pesimistas. Pero, en verdad, el pesimismo domina mucho menos nuestro espíritu que el optimismo. No creemos que el mundo deba ser y eternamente como es. Pensamos que puede y debe ser mejor. El optimismo que rechazamos es el fácil y perezoso optimismo panglosiano de los que piensan que vivimos en el mejor de los mundos posibles”.