[LA OVEJA NEGRA] Elecciones en tiempos de colapso
GERMÁN VALCÁRCEL | Si algo he aprendido a lo largo de estas casi dos décadas de escribir columnas de opinión es el precio que, con gusto, pago por pensar por cuenta propia y tratar de contar las opiniones resultantes sin pudor, ni miedo, ni ambigüedades y con un mínimo de honestidad política e intelectual. Todo ello tiene un resultado que me recordaba ayer mismo una buena amiga: “tienes una especial habilidad para buscarte enemigos”.
No pretendo buscarme enemigos, pero tampoco apoyar ninguna candidatura, ni buscar reconocimiento social o prebendas económicas, por eso no tengo ninguna necesidad de dulcificar mis argumentos, y puedo afirmar que las tesis defendidas una vez más se han confirmado: ha sido una campaña electoral cargada de presente politiquero pero carente de futuro. Todas las propuestas que partidos políticos y coaliciones electorales nos han hecho tienen algo en común, todas nacen de la misma visión desarrollista y crecentista. Por eso, sorprende y resulta llamativo que durante estas dos semanas de ruido electoral no haya habido ninguna alusión a la grave situación energética mundial. Aunque es por todos conocido que en las sociedades capitalistas, adictas a los combustibles fósiles, cuando estas fuentes de energía empiezan a escasear, o adquieren precios elevados, el caos está a la vuelta de la esquina. Intuyo que nuestros políticos -más neocaciquiles que neoliberales- piensan que lo que ocurre en el resto del planeta no nos afecta.
Tampoco ha merecido mayor atención la silenciosa catástrofe que sufrimos llamada sequía. Sin rastro de nieve o lluvia desde hace meses, con los escasos ganaderos de la zona temblando o rezando para que al menos llueva un poco para salvar algo los pastos, y los pequeños agricultores dando por hecho que sería un milagro que la primavera fuera tan húmeda que permitiera los riegos necesarios durante la temporada de cultivos, los enemigos del clima y de la vida se enzarzan en trucados debates sobre caza, macrogranjas o “estaciones de montaña”.
Hablar de cambio climático, regeneración de ecosistemas, peak oil, decrecimiento y desmercantilización de las relaciones humanas, o de la gran mentira y estafa que se esconde detrás de las mal llamadas energías renovables, no entra entre las prioridades de ninguno de los partidos que se presentan a las elecciones.
Si excavamos debajo de las declaraciones, opiniones y manifestaciones vertidas en los medios de comunicación durante las últimas dos semanas de campaña electoral, hallaríamos toda la mediocridad que empobrece la vida política de esta envejecida y semidespoblada Comunidad Autónoma castellana leonesa. Ninguna de las opciones electorales es capaz, ni de refilón, de plantearse los límites de lo que llaman desarrollo, entretenidos como están en el bochornoso juego de escaños.
Las raíces de la degradación ecosocial son profundas, ninguna formación política (reformistas, populistas de izquierdas, neoliberales, socialdemócratas, comunistas, nacionalistas, regionalistas, comarcalistas, o los atrapalotodo de la España vaciada) está en condiciones siquiera de entenderlas mientras no se desembaracen del mito del progreso y el desarrollo económico.
Los profesionales de la política han dejado claro que limitan las elecciones a la alienante gimnasia de conseguir el poder, o a su conservación, y a inculcar la inutilidad de todo proyecto social que vaya más allá de la gestión del utilitarismo, mediante la evidente instalación en la doble verdad a partir de la coartada del bien común y la finalidad real de buscar su consolidación como profesionales de la representación.
Cada persona, antes de ir a votar, debe ser consciente de que no es posible reformar este sistema ni domesticarlo
El resultado de esa conducta política convierte al ciudadano en un mero cliente electoral, y a los políticos en chamanes especializados en moverse en la frontera que hay entre la ley y el delito, personas con un alfabeto moral basado en la falsificación de valores y empeñadas en reducir los “derechos y libertades” a abstracciones que castran nuestras vidas y matan finalmente cualquier posible intento de conseguir una riqueza democrática, es decir, solidaria. Oportunistas que justifican sus impías alianzas y fatales dependencias con argumentos tan pueriles como: cuando se entra en el caserón del poder es necesario dejarse la chaqueta de los principios a la puerta, olvidando y negando así la auto justificación que ellos mismo se dan a la hora de presentarse: el poder transformador de las instituciones.
A pesar de que nuestros políticos han demostrado no haberse enterado, hay buenas razones para pensar que estamos viviendo el fin de una larga época histórica y nos encontramos con dos noticias. La buena noticia es que el viejo enemigo de la humanidad, el capitalismo, parece encontrarse en una grave crisis terminal. La mala noticia es que, por el momento, no se vislumbra ninguna forma de emancipación social que esté realmente a nuestro alcance, y nada garantiza que el posible final del capitalismo desemboque en una sociedad mejor. Es como si constatáramos que la cárcel donde llevamos mucho tiempo encerrados se hubiera incendiado, pero las cerraduras de las puertas siguen estando bloqueadas.
Solo cambiando de paradigma se provocarán los verdaderos cambios. Y esos cambios nada más pueden venir de una transformación cultural que no se producirá a través de un cambio de sombrero político a partir de opciones que de facto comparten el mismo esquema crecentista, productivista y especulativo. Nuestro metabolismo socioeconómico es una máquina ciega que aplasta todo en su camino, es intrínsecamente perverso, su lógica es necropolítica y ecocida, sacrifica todas las formas de vida, humanas o no, a sus ídolos: el Mercado, la Ganancia y la Acumulación del Capital. Nuestra supervivencia depende de frenar la dinámica de destrucción que genera. Tenemos que tirar de los frenos de urgencia antes de que sea demasiado tarde.
Cada persona, antes de ir a votar, debe ser consciente de que no es posible reformar este sistema ni domesticarlo. Ya no sirven ni votaciones, ni manifestaciones, ni las viejas y caducas ideologías, únicamente sirve desaprender casi todo lo aprendido. El problema es, sin duda, cómo se construye un nuevo paradigma. ¿Quién inventa un futuro? ¿Cómo, donde, cuando? ¿Cómo es?
No estoy tratando de proponer ningún modelo, no lo tengo. No tengo una buena respuesta, pero tengo una buena pregunta y me niego al chantaje que supone que uno solamente tiene derecho a preguntarse, como sostienen los políticos de baja estofa y los maestros ciruela, aquello que se puede responder. Una construcción así no es producto de laboratorio. No son los listos y listas de siempre, ni los gurus o machos alfas, ni las autonominadas vanguardias, reunidos, imaginando cosas, los llamados a encontrar el camino.
Ya no hay verdades reveladas que garanticen nada. Queda, si acaso, instalarse en la duda, en la desesperanza esperanzada y la posibilidad de pensar qué es lo que queremos y buscar formas de buscarlo. Pero nunca más, dejar la solución en manos de egocéntricos vendedores de humo. Imaginar un futuro deseable, es una manera de vivir un presente tan duro. Puede ser un esfuerzo de décadas, hasta que todas las ideas desperdigadas que van surgiendo se ensamblen, y logremos ese futuro que desear.
Lo que si me atrevo a afirmar es que si no encontramos una fórmula político-económica, en la que nadie tenga mucho más que lo que necesita y nadie menos de lo necesario, en definitiva, tanto las riquezas como el poder se repartan de modo equitativo, el tiempo de supervivencia de nuestra especie será escaso. Y lo peor, esa extinción ira acompañada de mucha violencia y mucho dolor.