Paseo dejando a un lado las rosas, el izquierdo a la ida, y al otro el muro, de cuando en cuando sorteado por monstruosas sustancias invisibles contra las que nos defendemos como podemos, que nos separa del vecino enemistado con la humanidad y la hiedra y criador de perros de caza cuyo llanto altera al buen Ovidio más allá de su capacidad de análisis.
Camino arriba y abajo y observo, de un tiempo a esta parte, que el paisaje y la perspectiva de mi paseo dependen de la enjundia de los pensamientos que me acompañen; es decir: que recorro más espacio físico (real) cuanto más me abstraigo en lo sustancioso y complejo, pero también (aunque no tanto) en lo provocativo. Los asuntos de moda, sin embargo, así como las fantasías sexuales y la política-ficción provocan la aparición precoz de la valla del fondo. La vuelta, con las rosas a la derecha, dura siempre lo mismo, con independencia del asunto con que la ocupe. Me dicen que esto es algo habitual en Magaz de Abajo, que la ida es siempre más arriesgada y larga que la vuelta, y que es preferible esperar que partir, porque la esperanza es muchísimo menos fiable que la paciencia. Lo creo.
No me arriesgo.
Salgo muy de mañana con el perro Ovidio y voy pensando en algo que he visto en la televisión: alguien ha enviado un oso de peluche gigante a los niños/as que huyen de la invasión rusa. Me parece absurdo enviarle una cosa tan grande a alguien que necesita moverse deprisa y más aún que sea un oso. Me pego contra la verja antes de lo previsto, sorprendentemente. Juraría que no he recorrido ni la mitad de los trescientos metros que me esperaban desde el comienzo de la rampa. De hecho, Ovidio aún no ha llegado a mi altura y me mira como si volver fuese una mala idea. De esto hace días.
Otra vez (otro día, pero más cercano) pienso en el arrepentimiento. No recuerdo haber sentido nunca arrepentimiento; entiendo el concepto, lo sitúo, pero lo identifico con lo que podría no haber hecho sin cambiar sustancialmente. Evoco la vergüenza y me invade. Comprendo muchísimo mejor ese sentimiento. Donde otros se arrepienten yo me avergüenzo; porque no se trata de escoger mejor o peor sin jugarse la personalidad, sino de estar o no a altura de la persona que creemos ser, que deseamos ser, que aseguramos ser. Siento una profunda vergüenza, cae del cielo, me abruma, y descubro, para mi sorpresa, que llevo casi una hora recorriendo un camino que no debería de haber superado los tres minutos.
Una vez (hoy, quizás) advertido el fenómeno, raro, es tentador usarlo para confrontar la realidad de las cosas con las cosas reales. Así: voy a salir a pasear pensando en la guerra. Lo primero que hago es decidir si voy a dar el primer paso paso como ser humano, como español o como europeo; uno lo da cualquiera, sea ruso o vegano, carece de razón porque la posee totalmente: un ser humano no desea la guerra, no quiere matar a nadie y odia que le impongan opiniones. El derecho a no opinar es el menos reivindicado de los derechos humanos; aunque es el más tranquilizador; el ejercicio en libertad del derecho a no opinar es el síntoma de que todo va bien como el miedo lo es de que todo va mal.
Por definición, un ser humano no tiene miedo.
Pero lo tiene. O sea que no, que pensar como un ser humano no ayuda.
Pruebo siendo español.
Ser español me tranquiliza (miento) pues me acerca a un grupo definido por limitaciones fáciles de asumir (como el valor). Lo somos y, en consecuencia… ¿pertenecemos a…? Me cuesta abordar una guerra desde ese punto de vista que implica defender cosas, trapos de matonismo, vinos como venenos que no están en cuestión y por los que no vale la pena morir; así que intento ser europeo.
¿Existe Europa? ¿Piensa Europa? ¿Pensó cuando había que hacerlo? Concluyo que eso es exactamente lo que hay que averiguar: cómo se gana una guerra que no se supo evitar; aunque se gane.
Escucho el canto de los pájaros, el ronroneo del aire en los deditos recién nacidos del cornejo plantado en honor al primer nieto, al que habrá que educar en el odio como en la enfermedad. Cierro los ojos y oigo a los muertos preguntándome por qué no los escuché antes, mientras vivían.
¿Hay alguien escuchando ahora al más sabio, al que no sabe?
Dado, a ciegas, el primer paso ni siquiera adivino el final de la finca, que se ha vuelto enorme, más grande y elocuente que el mundo que la rodea, más femenina y fuerte. Saldría a ver si ocurre lo mismo fuera, en Magaz de Abajo, en Europa; pero me da vergüenza (y miedo) abrir la puerta y descubrir (de una pedrada) que sigo aquí, en España.