[UNA HABITACIÓN AJENA] Un francés en Zamora
“Las ordenanzas, además, proscriben
la caricia (con exenciones
para determinadas zonas epidérmicas
-sin interés alguno-
en niños, perros y otros animales)
y el «no tocar, peligro de ignominia»
puede leerse en miles de miradas.
¿A dónde huir, entonces?”
(Ángel González. Inventario de lugares propicios al amor)
“- ¿A qué edad desaparece el deseo?
–¿Cómo puedo saberlo? ¡Sólo tengo ochenta!”
(Princesa Isabel Carlota de Francia. Extracto libro Sin reglas, de Anna Freixas)
“Quiero follar, fólleme. Deme placer”
(Marguerite Duras a Yann Andréa. Quiero hablar sobre Duras de Claire Simon)
NELLY BOXALL | Es de sobra conocida la dificultad creciente a la que se enfrenta el gremio periodístico, verano tras verano, para proporcionar contenido a un público cada vez más esquivo y disperso, al que se debe continuar fidelizando aún a costa de olvidar o prostituir el oficio. Uno de los últimos ejemplos de este síndrome del estío que ha caído en mis manos son las bochornosas crónicas que nos relatan la denuncia a una pareja, por parte de la policía local de Zamora, por practicar sexo oral, sin mediar nocturnidad, en una de las zonas más transitadas y concurridas de la ciudad. Pero lo escandaloso, lo remarcable, la verdadera noticia para las y los juntaletras y los buscadores de clicks es que las personas denunciadas son ancianas, como esas a las que se dejó morir durante la pandemia en esos centros de internamiento que son las residencias. El morbo y el chascarrillo ya estaban servidos, bien aderezados por la difusión viral y sin ningún pudor de las imágenes de dos personas adultas manteniendo relaciones sexuales consentidas. Gracias a la pericia audiovisual de la ciudadanía de bien -germen de toda clase de fascismo- la policía podrá emplear estas pruebas para sancionar a los infractores de la ley, la moral y la buena convivencia, rebeldes que con su ímpetu y osadía han hecho tambalearse los cimientos mismos del contrato social. Lejanos quedan esos derechos fundamentales de nuestra tan sobada -como ignorada- Constitución donde se habla de la intimidad, el honor y la propia imagen. Hay cronistas que, en su frenética defensa de la decencia, subrayan lo inaudito de encontrarse presentes, no ya menores de edad -a quienes exponemos sin problema alguno y sin filtro, a los más variopintos tipos de violencia- sino madres… para algunos parir y criar nos ha de convertir, por arte de birlibirloque, en una especie de seres asexuados y mojigatos, carentes de cualquier tipo de deseo carnal y picardía. Papá pone una semillita en mamá… No puedo con la vida.
El caso es que este episodio me ha llevado a reflexionar sobre uno de los grandes males que aqueja esta ciénaga a la que denominamos sociedad, un lodazal habitado por una microbiota imprescindible para el desarrollo de las sociedades de la vigilancia y el control, es decir, custodiado por las colonias de buenos ciudadanos. El edadismo impregna desde la organización social hasta nuestro pensamiento, sometiendo a las personas mayores a un proceso irreversible de zombificación y desposeimiento, desterrándolas hacia la periferia de la existencia -por su bienestar- sin promover ni facilitar alternativas más saludables y justas a los actuales morideros; valorando su existencia exclusivamente en términos de gasto social y sanitario, como individuos improductivos; no respetándolas como personas deseadas y deseantes, sexual y emocionalmente inquietas, anhelantes e ignorando la soledad metastásica que -en la mayoría de los casos- habita su corazón e ilusiones.
Los he bautizado como Isabel y Antonio y hace ya mucho tiempo que soplaron las ochenta velas, ella en la otra residencia, donde le tocó cuando tuvo que dejar su casa por aquel dichoso asunto del embargo por el aval para el negocio de su hijo. Mamá, es que en casa de mis suegros ya no cabe un alfiler, hazte cargo… con tu pensión de viuda y algo que complemente el Estado estarás divinamente, ya lo verás. Y lo estuvo, cinco compañeras de habitación en dos años, tres murieron -al menos una tuvo el buen gusto de hacerlo en el hospital-, otra se demenció y la pasaron al ala del pañal tras varias semanas de infierno compartido debido al aislamiento por la pandemia. A la última le gustaban las mujeres, eso se lo confesó cuando Isabel se trasladó a otro asilo cerca de su antiguo barrio, antes no se atrevió por miedo a su reacción, pobrecita, siempre con el aliento del miedo en la nuca. Como en casa de una… En la nueva residencia ya no le parecía estar en la sala de espera de la parca y, aunque ahora corroboraba que la distancia nunca había sido el verdadero motivo para la inexistencia de visitas familiares, hubo un hecho que lo cambió todo: Antonio. Durante el recreo de la mañana -y aún hay residentes a quienes les da pereza salir… la polimedicación les quita el dolor y, de paso, las ganas de vivir y pelear- se topó con Antonio, el del taller mecánico de toda la vida. De primeras lo percibió envejecido, como contraído, con cierto color desvaído; le contó que tras enviudar hacía un año y para hacer economías, dejó el piso de alquiler y se fue a vivir con su hija Conchi, que estaba en paro e hipotecada de por vida. Se había separado porque el cantamañanas de su marido se jugó los pocos ahorros que tenían, cuando fue a pagar la comunión del hijo mayor se quedó lívida… Por los nietos, así con mi pensión…
Paseaban y charlaban, los domingos se convidaban a vermú después de misa y por la tarde echaban unos bailes en el hogar del pensionista. El resto de días seguían paseando y seguían charlando… qué difícil todo, apenas hay bancos para sentarse; el césped del parque no es un lecho amable para osamentas que han pasado hambre, frío y muchas fatigas, ni para las prótesis, ella dos de rodilla, una de cadera él; ir a un hotel o a una pensión es un lujo que no se pueden permitir; la hora de entrada de la residencia, podían estirarla algo más… La ciudad no nos quiere Antonio, al menos en un pueblo podríamos escaparnos al monte, qué se yo, y allí, aunque fuese contra un árbol. Estamos cautivos, y desarmados, no hay sitio para nosotros, nos han dado la espalda, somos invisibles… Luego pasó lo de este verano tan caluroso, estas noches tan tórridas que no se mueve ni una hoja, aquella excursión en autobús al lago, la merienda, las risas, las canciones ya de vuelta y nosotros sin poder consumar, como de jóvenes, todo fuego y ni una perra gorda en el bolsillo. Por eso cuando nos sentamos en aquel banco de la plaza a descansar aquel mediodía, me entró un no sé qué y no pensé nada más, ni oía ni veía, notaba un fuerte latido en la sien y un leve flotar. Luego vinieron los guardias y nos riñeron, como a niños, y yo me moría de la vergüenza. Me da vergüenza ser vieja y pobre, pobre vieja. Salimos en todos los periódicos, menos mal que en la residencia nadie tiene teléfono móvil de los modernos; pero tus nietos Antonio, ay tus nietos. Y los míos. Ahora agradezco que no vengan nunca a verme… A mis años y sin saber que lo que hacíamos tú y yo se llamaba felación.