Parecen médicos los astrónomos.
El cielo nocturno, su abismo superpoblado por lo indistigle, es uno de esos derechos primordiales de los que el progreso nos va alejando. A cambio nos aproxima a través de las lentes de los grandes telescopios y con ayuda de sofisticadas aplicaciones informáticas a las aparatosas galaxias y sus secretas secreciones, a los discos de acreción de los agujeros negros como chirlas negras, a las nubes protoestelares, nebulosas y cúmulos tan ansiosos como exageradamente aumentados. Pero servidor está convencido de que el universo no está hecho para ser visto de cerca; en realidad, de cerca, el universo siempre le ha parecido a un servidor algo cursi y populachero con tantas fulguraciones de acuarelista aficionado y tanta puntilla rosa y pedrería de mercadillo. Servidor lo prefiere mil veces visto desde Magaz de Abajo, provocador, desafiante, definitivamente fantástico.
Represéntense ustedes, mis pacientísimos lectores, un mundo cuyo cielo mostrase, en lugar de un puré más o menos uniforme de luces nocturnas removidas por la luna como por un generoso cucharón de hueso y un sol diurno tan alimenticio como un botillo y el aspecto de un plato de miel con nueces, un pulverulento brazo verdoso con ventosas besuconas y media docena de lunas de a centimito que dos tristes soles resacosos no consiguiesen borrar del todo durante el día. ¿No es obvio que cualquier ser vivo inteligente crecido en semejante ambiente tendría una idea muy rara sobre su origen y en consecuencia sobre todas las demás cosas del mundo? ¿Podría una civilización forjada bajo tales enigmas desarrollar una filosofía, una estética, una literatura, una música comparables a las nuestras? Desde luego una civilización así habría desarrollado una teogonía muy diferente a la que subyace en todas las humanas, pero veneraría su cielo hortera por encima de cualquier otra opinión, incluida la de Iker Jiménez, cuya ayuda en caso de contacto resultaría de lo más desastrosa.
Servidor reconoce su rareza; tampoco es amigo de las auroras boreales, que, de haber sido creadas por un artista y no por la naturaleza sin responsabilidad tacharía de cursis sin el más mínimo atisbo de duda.
El relato, el gran relato que contiene, que contenía aquel cielo estrellado que servidor pudo contemplar de niño (con el que servidor podía platicar o estar callado) y que aún debe verse en dos o tres lugares del planeta (y que, ocasionalmente, penetraba en un libro exquisito y destomasizado), no puede ser sustituido por las fotografías de las veloces sondas y las agudas lupas de los científicos. El Universo en detalle, privado de su cualidad de cuerpo amado, de frontera nuestra, devenido fragmento mudo, órgano enajenado y expuesto, zoom morboso, resulta definitivamente inculto y pornográfico: servidor se esfuerza por ver en esas imágenes algo más que neones chirriantes, primeros planos innecesarios, lencería chillona e ideas de mal pintor que estropean con una interesada paleta provocativa el antiguo sentido de la mirada profunda, entreverada de oscuridad; no lo consigue. Al contrario, a servidor le estremecen esas imágenes porque le recuerdan que aquel inalcanzable misterio desde el que nuestros antepasados veían llegar sus caprichosas cuitas, necesita ahora ser defendido del poder de la óptica que nos permite ver la complejidad del grano purulento pero no la belleza de la persona que lo disculpa.
Servidor (que siempre ha preferido la piel a la radiografía) sabe, además, que avance el mundo lo que avance, descubra el ser humano lo que descubra, él morirá en el mismo planeta en el que ha nacido sin visitar jamás ningún otro. Por eso, aunque no sea con mala intención, aunque sea en un porcentaje minúsculo y a estas alturas casi perdonable, a servidor le molesta que le discutan un sólo milímetro de su parcela celeste y sin enfermedad conocida so pretexto de menor exposición o mayor aproximación.