[LA OVEJA NEGRA] Evocar la pesadilla para que no se vuelva realidad
GERMÁN VALCÁRCEL | Soy consciente que escribo para un medio de ámbito comarcal y debería mirar hacia la vida política y social berciana, pero les voy a hacer una confesión: me aburren profundamente la mediocridad de sus polémicas, sus debates y sus supuestas soluciones. Antes, cuando el poder era hereditario, resultaba relativamente fácil entender que nos gobernaran pasmados o ladrones. El misterio, para mí, es que alguien vote una y otra vez, de forma presuntamente libre y responsable, a la pandilla de imbéciles o psicópatas que pueblan nuestras instituciones.
Leer a los cínicos e hipócritas voceros de la meapilas, clasista y desmemoriada derecha local (parece que han olvidado las tropelías y enchufismos clientelares que cometieron -siguen practicándolos- a su paso por la política institucional), o los debates en las redes sociales entre la concejala podemista del Ayuntamiento de la capital berciana y algún colectivo feminista solo produce en el primer caso un profundo desprecio e irritada perplejidad ante el cinismo que se gasta esa derecha, e impotencia ante las miserias políticas e intelectuales de las segundas.
De don Olegario -alcalde de la capital berciana- y sus mariachis, ya conocen mi opinión y creo que la crítica está ya agotada. Así que para que seguir aburriéndoles. Cuando, en los próximos meses, hagamos balance de estos años, habrá que abrirse paso por una maraña de desinformación y tergiversación de lo que es y plantea el “olegarismo”, ese autoritario, mediocre y acomplejado clasemedianismo progre, incapaz de estar ni un solo día sin darse autobombo, a pesar de no ser capaz de ofrecer el más mínimo cambio estructural en el Consistorio. Pero tiempo tendremos, en los próximos meses, de hablar de la izquierda pantufla.
Enfocar los problemas sociales sin querer comprender las causas sistémicas es tan poco eficaz como querer curar el cáncer con tiritas. Hace décadas que deberíamos estar aterrorizados con el cambio climático y la escasez de recursos para seguir manteniendo nuestro modelo de vida, el occidental. Pero para nuestros políticos, muchas ONGs, medios de comunicación y opinadores, la crisis climática, medioambiental y energética parece no existir, a pesar de la utilización política que de ambas hacen.
Estar en crisis -soportamos varias- significa, literalmente, estar en la encrucijada, en un momento de decisión sobre qué rumbo seguir, los campos que cultivar y el territorio que cuidar. La palabra crisis significa a la vez peligro y oportunidad, posibilidad de una nueva opción. Lo peor que puede ocurrir es que, dejando de ser una amenaza en el cielo de mañanas inciertas, la crisis se arraigue en el suelo como una certeza de mayor miseria y, dejando de ser opción, se vuelva miserable normalidad: nuevas miserias con menos libertad, nuevos predicamentos por sufrir y menos opciones. ¿Es esta la receta de los normalizadores?
Hay muchas buenas razones para pensar que, en una o dos generaciones, el capitalismo ya no existirá: la más evidente porque, como los decrecentistas se encargan de recordar, es imposible mantener un motor de movimiento perpetuo en un planeta finito, y a ello podemos añadir que la economía dominante y sus construcciones teóricas tienden a generar injusticias y destrucción. La despiadada arremetida contra los ecosistemas globales de las últimas décadas, provocada por el masivo incremento en la producción de bienes, y el consiguiente agotamiento de las reservas de la naturaleza, no son una característica fortuita de un sistema económico que solo reconoce valor a los objetos materiales.
El funcionamiento del capitalismo, alimentado por el motor del crecimiento económico, somete a la sociedad a un dilema constante, a saber: si el crecimiento se acelera, el deterioro ecológico avanza peligrosamente, erosionando los mismos cimientos sobre los que se asienta el propio funcionamiento económico y la supervivencia social. Pero si el crecimiento económico se ralentiza, se detiene o mengua, entonces el panorama de devastación social emerge con fuerza en términos de desempleo y pobreza.
Estamos tan ocupados avanzando dentro del sistema que ni siquiera somos capaces de mirarlo
Políticos, empresarios, periodistas, economistas y muchos “intelectuales”, incluso amplias capas de las clases medias, nos dicen que, antes o después, todo volverá a ser “como antes”. Pero el innegable desarrollo facilitado por la técnica y el capitalismo han tenido y tienen consecuencias funestas para la humanidad, por mucho que los satisfechos clasemedianos eurocéntricos lo nieguen o no acierten a verlo, encerrados en su magnífico «bienestar». El sistema económico en el que vivimos, no solo obliga a la mayoría de la humanidad a vivir sus vidas en la indignidad y la pobreza, sino que, además, amenaza todas las formas de vida del planeta.
La obsesión por el crecimiento no es un concepto erróneo que los economistas ortodoxos puedan desaprender, sino algo inherente a la visión de esa economía. Pero un sistema socioeconómico basado en la obsesión por el crecimiento nunca será sostenible, como nos demuestra el contexto que estamos viviendo. Los autoengaños de la economía ortodoxa y el mundo real han colisionado. Por mucho que políticos, periodistas y la mayoría de los economistas se empeñen en hacernos creer que podemos seguir creciendo infinitamente en un planeta finito, no es posible; como no es posible ver a un hipopótamo saltando bardas como una liebre.
A ello debemos añadir que las democracias parlamentarias liberal-representativas son ya un sistema fallido, todas sus fuerzas políticas institucionales, tanto izquierda como derecha siguen ancladas en el pasado colonialista. La, cada vez más, fuerte presencia de la extrema derecha en sus parlamentos, solo es la punta del iceberg de la putrefacción social de las sociedades occidentales.
No es casual, la sociedad actual, la civilización que la parió, es hija del proyecto de ilustración y modernidad que se inició en 1492 con la invasión, genocidio, despojo y esclavización de lo que conocemos como América. Comenzó con el yo conquisto de Hernán Cortes y continuo con el yo pienso como un alma sin cuerpo de Descartes, que fue convirtiendo la naturaleza en una mera mercancía, donde el aumento de la tasa de ganancia, en el capitalismo, y el aumento de la tasa de producción, en el socialismo real, ha sido lo que nos ha traído hasta la actual situación de colapso ecológico y social. Desde entonces, un tercio de la humanidad vivimos esclavizando y expoliando al resto y mermando la salud de todas las formas de vida presentes en el planeta.
Estamos tan ocupados avanzando dentro del sistema que ni siquiera somos capaces de mirarlo. Pero en este momento tenemos que observar lo que de verdad ocurre a nuestro alrededor, porque el mundo que conocemos se está cayendo. No deberíamos estar muy sorprendidos, hace décadas que algunos científicos, silenciados e invisibilizados, vienen a avisando. Pero, nosotros solo somos capaces de mirar a esa “mano invisible” que nos indica el camino de por dónde irnos a la mierda.
Pese a que nos encontramos tan sólo al inicio de un largo ciclo histórico, de nosotros depende en gran medida determinar cuál será su resultado, deberíamos empezar a buscar otros caminos, otras formas de vivir, a transformarnos en otra “cosa”. Cada vez estoy más convencido que el objetivo de una acción verdaderamente transformadora no tiene por qué ser necesariamente tomar o derrocar gobiernos. Por ejemplo, los intentos de crear comunidades autónomas frente al poder (empleando la definición de Castoriadis: aquellas que se constituyen a sí mismas, crean sus propias normas o principios de acción colectivamente y los reexaminan continuamente) serían, en estos momentos, actos revolucionarios. La historia nos demuestra que la acumulación continua de actos de esta naturaleza puede cambiar (casi) todo. Perdamos el miedo, escuchemos a personas como el poeta libanés Kahlil Gibran: «Dicen que antes de entrar en el mar, el río tiembla de miedo, mira para atrás, para todo el día recorrido, para las cumbres y las montañas, para el largo y sinuoso camino que atravesó entre selvas y pueblos, y ve hacia adelante un océano tan extenso, que entrar en él es nada más que desaparecer para siempre. Pero no existe otra manera. El río no puede volver. Nadie puede volver. Volver es imposible en la existencia. El río precisa arriesgarse y entrar al océano. Solamente al entrar en él, el miedo desaparecerá, porque apenas en ese momento, sabrá que no se trata de desaparecer en él, sino volverse océano» .