[LA OVEJA NEGRA] Pensar esperanza desde la crítica sistémica
GERMÁN VALCÁRCEL | El sectarismo es un problema real y tangible al que todos, sin excepción, deberíamos hacer frente, aceptando que su existencia no es patrimonio exclusivo de los demás, sensibilizándonos sobre el alcance y capacidad de daño y destrucción que el fenómeno está provocando en nuestras vidas.
El sectarismo es un peligro que deberíamos tomar muy en serio. Algo que debería preocuparnos. Vivimos una ola de sectarismo que nos está convirtiendo en seres embrutecidos. El espacio social se está convirtiendo en cenáculos cerrados, estancos. Nos hemos convertido en hombres y mujeres de “o esto o aquello”.
El sectarismo pervierte las ideas, nubla la capacidad de discernimiento, compromete nuestra dignidad, devalúa a quien lo padece e impide la elaboración de relaciones sociales y políticas constructivas. Hemos construido una sociedad donde los demás nos importan muy poco, y solo necesitamos una pequeña excusa para hacer ostentación de ello.
En el complejo escenario actual, de insostenibilidad socioeconómica, es mucho lo que se debe analizar y reflexionar para entender las causas que nos han traído hasta la situación actual. El bajo nivel de los debates, la desinformación, las mentiras y toda clase de absurdos, difundidos masivamente por los medios de comunicación y a través de las redes sociales, son el caldo de cultivo de la mayoría de las reacciones sectarias, siempre cargadas de odio, de violencia verbal y psicológica, casi siempre, y en algunas ocasiones incluso físicas.
Cada día que pasa, nuestras condiciones de vida se degradan, las desigualdades crecen de forma exponencial, los servicios públicos se encuentran bajo mínimos, llámense sanidad o educación, la xenofobia, la misoginia, el racismo y la aporofobia, crecen a sus anchas. A los viejos abusos -muy reales- se han superpuesto otros -muy detestables-. Pero los abusos, sean nuevos o viejos, se compenetran y mezclan de maravilla.
Aunque la vieja cultura política, de tradición socialista, lleva todo el siglo pasado, y lo que llevamos de este, intentando combatir estos abusos, la realidad nos muestra que todo el siglo XX, y lo que llevamos de este, está recorrido por los fracasos. El capitalismo siempre ha sabido utilizar la dinámica social innovadora y absorbido el empuje procedente de sus adversarios en beneficio propio. Fue la alianza del capital con la clase obrera quien derrumbo el sistema totalitario-comunista soviético y transformo el chino para, posteriormente, implantar la globalización y destruir a la clase obrera, reduciéndola a trabajo asalariado, dejándola sin identidad política. Lo mismo ha hecho con el ecologismo, y, actualmente, con el feminismo. Si no aceptamos esas realidades, seremos incapaces de combatir a quien nos destruye.
Últimamente, las teorías decrecentistas y las llamadas “colapsista” están siendo manipuladas, tergiversadas y aprovechadas como señuelo, para justificar medidas que nada tienen que ver con esas tesis. Curiosamente, no se carga contra los que aplican esas medidas -ecofascistas no decrecentistas- sino contra quienes desde hace décadas vienen avisando del abismo hacia el que nos dirigíamos. Ellos son, ahora, transformados en chivos expiatorios de la rabia y el miedo que se está instalando en la población. Ya ocurrió en los inicios de “la pandemia”, con los bautizados como “negacionistas”, cuando no eran más que gentes que, con mayor o menor acierto, cuestionaban la gestión totalitaria que de ella se estaba haciendo.
Al capitalismo solo se le puede derrotar si empezamos a cuestionar sus orígenes y su sustento intelectual
Por eso, ya no pierdo el tiempo en discusiones ni debates con quienes, de entrada, no acepten que el metabolismo socioeconómico en el que vivimos -al que muchos y muchas auto nominados “progresistas” pretenden seguir salvando- nació con la invasión, y el genocidio humano y cultural perpetrado en América -la acumulación originaria- posteriormente sustentado con el expolio y explotación de todo Sur Global. Al capitalismo solo se le puede derrotar si empezamos a cuestionar sus orígenes y su sustento intelectual: el proyecto de ilustración y la Modernidad. Conozco lo que desde la retórica supremacista eurocéntrica contestaran: «es innegable la mejora de la condición humana desde el comienzo de la Revolución Industrial», algo que admito, en aras de eliminar apriorísticamente falsos debates, en tanto en cuanto se me acepte que solo para los habitantes –y no para todos- de una pequeña parte del planeta.
Admito que poner en contacto diferentes civilizaciones es magnífico. Cualquier civilización, por ingeniosa y fuerte que sea, si se repliega sobre sí misma, se marchita. Pero la colonización “no pone en contacto”, lo que se hizo y se hace en América, y en otras partes del planeta, es destruir y degradar otras civilizaciones, para justificar el expolio y la explotación mediante un supremacismo racista y xenófobo. Es falso que la codicia, la violencia, el odio racial y el relativismo moral sea algo intrínseco a la condición humana. Por mucho que quieran hacérnoslo creer.
Lo que no debemos aceptar, por muy elevados que se pongan los economistas de la escuela neoclásica, es que la economía va a permitir generar mecanismos capaces de seguir elevando los niveles de producción de los recursos necesarios para seguir manteniendo el crecimiento, imprescindible para sostener en pie el modelo capitalista, por más que nos prometan un desarrollo tecnológico infinito. Este, los límites del crecimiento, es un viejo debate entre los economistas neoclásicos, economistas ecológicos, y científicos. Ya nos hablaba Franco Berardi, a principios de siglo, en su libro La fábrica de la infelicidad, sobre la arrogancia de los economistas -a quienes describe como falsos científicos- y su dificultad, o incapacidad, para entenderse con los científicos. En este magnífico y ameno libro, Berardi, de manera brillante y sencilla, nos explica que la Economía es una técnica, el instrumento que ha servido para instalar el absolutismo capitalista, pero no una ciencia. Eso sí, un instrumento que ha logrado la sumisión de todo conocimiento al provecho económico, desde la investigación científica y tecnológica, a la cultura, el deporte o, incluso, los derechos humanos y sociales. Actualmente, nada tiene sentido si no sirve a la producción y acumulación de capital.
Algo que ayudaría a iniciar la búsqueda de nuevas vías y de paso poner límites al sectarismo es aceptar que es radicalmente falso que toda la izquierda, todos los feminismos y todos los ecologismos son socialmente “buenos” de serie. La historia nos dice que cualquier motivación, por muy buena y necesaria que parezca de primeras, puede verse afectada por derivas perversas, es lo que le ha ido ocurriendo durante el último siglo y medio.
Sería necesario empezar a reconocer -y actuar en consecuencia- que el Estado del Bienestar, el desarrollo tecnológico y social europeo están sustentados en el expolio y explotación de miles de millones de seres humanos. Debemos dejar de obviar ciertas dinámicas históricas y culturales de nuestra sociedad europea y blanca, si de verdad queremos poner los cimientos de un mundo más equitativo y sostenible. Sería un buen primer paso para acabar con esa “arrogancia” de Europa que denunciaba, hace escasos días, Antonio Turiel.
Pero mucho me temo que no va a ser posible, la izquierda institucionalista, sus movimientos sociales y sus seguidores hace mucho dejaron de aceptar la crítica como la facultad de discernir entre lo verdadero y lo falso. La derecha no tiene ese problema, nunca lo acepto, siempre se movió por dogmas. Actualmente, la izquierda y todos sus movimientos sociales afines, la imitan. Por eso, democracia se ha convertido una palabra hueca y huera. La capacidad crítica ha sido la condición de la democracia, al desaparecer esa facultad, la democracia ha muerto.
Los institucionalistas siguen hablándonos de la necesidad de obtener poder, de utilizar los niveles jurídicos y políticos. Pero deberían, no engañar ni engañarse, y ser consciente de la perdida de efectividad de las decisiones políticas y legislativas. Como sostiene el anteriormente citado Franco Berardi: “Las leyes no tienen ninguna fuerza frente a la circulación global de los algoritmos financieros, ni ante la potencia desterritorializada de las empresas globales”.