[LA OVEJA NEGRA] Tiempos de elecciones, tiempos de traiciones
GERMÁN VALCÁRCEL | Nos acercamos a las elecciones municipales y autonómicas, y posteriormente a las generales. Políticos, y aspirantes a serlo, ya han comenzado sus clásicos movimientos trileros, sus navajazos y “trapicheos”. Llegan tiempos difíciles para todo aquel que se dedique a pensar por cuenta propia y cuestione esta supuesta democracia, donde nadie hablará en serio de cómo enfrentar las crisis climática, alimentaria, económica y energética en la que estamos instalados.
Ayuda a ello la incompetencia y manipulación informativa que vivimos, donde triunfan programas e informaciones basadas en el menosprecio, estupideces y falsedades que los gabinetes de comunicación partidista producen para los medios de comunicación y las redes sociales. Reconozco que no se si estoy preparado para vivir y opinar de esta actualidad, tal vez la solución sea el silencio. Confieso que estoy pensándolo seriamente.
Criticar a la derecha que escupe mierda cada vez que sus voceros y dirigentes abren la boca resultaría fácil; además, encontraría aceptación y alabanzas, y me ahorraría problemas, pero no es la derecha quien defrauda, al contrario, esa derecha de rezar, votar y robar cumple con rigurosidad sus brutales y criminales políticas que nos conducen, irremisiblemente, a la destrucción del planeta y a la miseria a amplísimas capas de la sociedad. Pero a servidor quien le duele y frustra, una y otra vez, es la izquierda. Esa supuesta izquierda que, si miramos hacia atrás sin sectarismos y con mirada crítica, ha traicionado siempre al “pueblo” que dice representar.
Criticar a la izquierda progre y estatalista, pongamos al PSOE -como cómplices del expolio, explotación, ecocidio y genocidio planetario- supone tenerles inquina y adquirir la etiqueta de resentido, incluso la de colaborador de los fascistas, así de sectarios son, así de indigentes político-culturales se muestran. Pero, desgraciadamente, esa izquierda que sigue pensando como si estuviéramos en el siglo XIX, incapaces de mirar al XXI, son quienes llevan gobernando este país veinticinco de los últimos cuarenta años. Unos “progres” que todavía no ha asumido que el proyecto de ilustración, progreso y Modernidad está agotado; unos clasemedianos, reaccionarios y anti proletarios, enemigos encarnizados de la lucha de clases, cómplices y caporales de los intereses del capital financiero, que lo único que pretenden es mantener su cómodo y acomodado nivel de vida, sin importarles de donde sale, ni quien lo paga. Clasistas burgueses y clasemedianos que tratan de corromper y arrastrar a los obreros y clases sociales más bajas hacia el campo del liberalismo económico, para convertirlos en semiesclavos alienados, desesperados y depauperados.
En España solo tenemos que mirar atrás para constatar la tradición de traiciones de la izquierda estatalista, en los momentos en los que el capital ha tenido problemas. Otro ejemplo son las deslealtades que ha llevado a cabo la izquierda con más “prestigio” de este país, el PCE, la auto nominada izquierda alternativa y todos sus disfraces electorales, desde IU a su último, lampedusiano y personalista producto de casquería político-electoral: SUMAR.
Los hijos del estalinismo tienen una amplísima trayectoria de traiciones: traicionaron la revolución social de 1937; a la guerrilla antifranquista, cuando los que huyeron al monte se convirtieron en compañeros indeseables e incómodos, ante su giro estratégico conocido como “política de reconciliación nacional”; a los miles de muertos, ejecutados, desaparecidos y torturados durante décadas de represión franquista, cuando decidieron convertirse en uno de los pilares del régimen de 1978 y, recientemente, la traición de sus arrogantes hijos bastardos, los podemitas, con los que se movilizaron el 15M, que ha terminado de desmochar cultural y emocionalmente lo que quedaba de resistencia, para convertir la política institucional y el activismo en un lucrativo negocio. Por eso, el activismo político-social se ha gentrificado y fuera del paraguas partidista o institucional se ha convertido en un lugar inhóspito y frío.
La historia nos dice que todo aquel que se pone al frente de lo que llaman pueblo, empieza a darle la espalda
Así, una y otra vez, estos especialistas en tópicos consumados nos alejan de las estaciones que conducen al futuro y nos hacen retroceder, como en las pesadillas nocturnas, por un páramo inacabable. Lo cierto es que esos caraduras no creen en lo que dicen, aunque desgraciadamente los que les siguen sí creen en lo que estos estafadores políticos e intelectuales venden. Pero los hechos demuestran que esas gentes solo tienen un principio político que realmente les sacude el corazón: que nunca lleguemos a estación alguna donde ellos no controlen la taquilla. Incluso para gestionar el decrecimiento. A ello se han puesto.
Triste sino el de la izquierda española -¿qué es ser de izquierdas aquí y ahora?- cuando tenemos que leer, escuchar y soportar las tonterías y miserias políticas e intelectuales de toda esa banda de hipócritas pancistas y trepas que, con su gregarismo y sectarismo político e intelectual, impiden que nos sacudamos de encima tanta ruina y murallas derribadas, paniaguados lame braguetas del poder económico y financiero. Al final, aquello de “ser político” dentro de un partido y quedar bien posicionado pública, económica y socialmente, se ha convertido en un objetivo, el único objetivo de estos “institucionalistas”.
El “juego democrático institucional”, para estas izquierdas, servía para mover las trincheras desde dentro -ese era el objetivo, o al menos eso nos dicen- para meter nuevas verdades en el tablero, pero no era cierto, les delata el lenguaje, su clasismo, su culto a la personalidad. Una y otra vez nos exigen seguir participando en el auge de los “honorables” y la alta función pública de los “que saben”, su “profesionalización”, aceptar que son los “auténticos representantes” del pueblo, su profesionalización y, además, asumir que son la vanguardia. Pero la historia nos dice que todo aquel que se pone al frente de lo que llaman pueblo empieza a darle la espalda.
Voten, elijan a su pastor, voten a corruptos o trepas, voten a quien les dé la gana, esta falsa democracia tiene que seguir funcionando, aunque los dados marcados nos sigan diciendo que los que ganan son los que saben jugar sin salirse del tablero y con las reglas que hay. Estas gentes no tienen problemas en defender los derechos individuales de las mujeres con pene, declararse antirracistas, adorar a Greta, pero seguir defendiendo las Leyes Mordaza, masacrando la naturaleza en aras de falsas energías renovables, matando inmigrantes en Melilla, encarcelando a sindicalistas, ser unos forofos de la fanfarria atlantista y gestionar maravillosamente los intereses de las grandes corporaciones desde las instituciones. Para el pueblo las migajas, en forma de supuestos derechos individuales, eso sí, en tanto en cuanto no cuestionen, cambien o atenten contra las estructuras socioeconómicas. Cuánto amor sienten por las causas justas, cuanto coraje ponían, en el pasado, por ayudar a vomitar a la gente honrada las mantecadas suciamente cocinadas. Sin embargo, ahora ya no se indignan tanto ante los espectaculares e inconcebibles sueldos de cualquier ministro, diputado, alcalde o concejal de pueblo. Hay que pagar su “servicio público”, los he escuchado decir, como si ser “representante» fuera una obligación.
Me gustaría pensar que sus votantes, enojados, pedirán explicaciones sobre la próxima basurilla que acecha, no basta el sentimiento para entender la historia ni para hacerla, ni para absolver a muchos, por el mero hecho de autocalificarse de izquierdas.
Aunque la peor traición y falsedad de la izquierda institucionalista es hacer creer a sus bases y votantes que vivimos en un estado de derecho. Si consideramos que un estado de derecho existe en aquellas sociedades en que todos los miembros del cuerpo social conocen y aceptan las normas que rigen sus vidas y esas normas se aplican universalmente de forma equitativa y justa, deberíamos empezar a reconocer que no vivimos en un estado de derecho. En este país, las normas no son universalmente aplicadas y respetadas. Ya sostenía Foucault que: “Las normas se formulan de una manera que permite a un pequeño grupo violarlas impunemente, mientras la mayoría es obligada a obedecerlas y respetarlas”.