[LA OVEJA NEGRA] La llaman crisis, pero es despojo impune
GERMÁN VALCÁRCEL | El título de esta columna de opinión bien podría ser otro: Lo llaman decrecimiento, pero es ecofascismo. Seguramente sería más acertado, porque la denominada transición energética no tiene nada que ver con la protección del planeta, del clima, o la justicia social, y nunca lo tendrá. Lo único que pretende es salvar, proteger y expandir el metabolismo socioeconómico capitalista a expensas de nuestro ya expoliado planeta. Esta nueva ola de saqueo y devastación medioambiental que está en camino, en nombre de la lucha por el clima, hará que toda la violencia histórica llevada a cabo contra eso que llamamos naturaleza, hasta el día de hoy, parezca un juego de niños.
Hay personas que llevan cincuenta años avisando –sobre lo que, ahora, está empezando a ser imposible de esconder– al menos desde la publicación del informe del Club de Roma Los límites del crecimiento. Su certero diagnóstico, a pesar de las rabietas y pataletas de economistas liberales o socialdemócratas, se está cumpliendo a rajatabla. Tomarlo en cuenta implicaba un tratamiento que pasaba por cuestionar el dogma del crecimiento.
Durante estos cincuenta años, otros muchos científicos sociales intentaron hacerse oír y avisaron de la debacle que se avecinaba. Murray Bookchin o Raquel Carson anticiparon los problemas que el industrialismo y el crecimiento continuo provocaban en el planeta. Lo hicieron, incluso, con anterioridad al informe elaborado por el Grupo de Dinámica de Sistemas del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts). Nadie les creyó, la mayoría de las veces fueron ridiculizados, no solo ellos sino también todos aquellos que intentaron poner en conocimiento de la sociedad esas conclusiones. Para las ecocidas, consumistas y adictas a la energía sociedades occidentales, sostener que “el capitalismo es un cáncer social” o “es la enfermedad de la sociedad” es demasiado radical, ante el hegemónico relato nacido de la Revolución Industrial.
Esas heréticas tesis fueron censuradas por el establishment, incluso silenciadas y ninguneadas por los propios grupos ecologistas hasta no hace tanto tiempo, al menos en el Bierzo, doy fe de ello: “La sociedad no está preparada, ni le interesa” me llegó a decir, hace unos seis años uno de los gurús de ecologismo reformista berciano, por no hablar de los calificativos de catastrofismo y negativismo que dedicó, hace menos de tres años, otro de sus más conocidos “líderes” al terminar el pase de un pequeño, pero muy didáctico, documental titulado No hay mañana.
Ante la evidencia que miembros de la comunidad científica, defensores de las tesis decrecentistas, como el físico e investigador del CSIC, Antonio Turiel, economistas como José Manuel Naredo, el politólogo y escritor Carlos Taibo, la profesora de ingeniería mecánica Alicia Valero, o Marga Mediavilla, licenciada en Ciencias Físicas e Investigadora en Dinámicas de Sistema aplicadas al proyecto MEDEAS, y tantos otros, con planteamientos similares (más de veinte años llevan todos ellos sosteniendo lo mismo) empiezan a tener audiencia en los medios de comunicación convencionales, esas tesis ya sí, parece, son dignas de tener en cuenta.
Siempre me resultó fascinante la capacidad de cambiarse la piel del progresismo impostado y tontorrón, y cómo son capaces de metamorfosear las tesis decrecentistas en una especie de postureo más estético que político, contribuyendo con ello a transformar todo atisbo de resistencia en servilismo privilegiado.
La mejor forma de abrir el camino a la extrema derecha es decir una cosa y hacer la contraria. Dicho de otra forma, hablar de defender el planeta, luchar contra el cambio climático y por el decrecimiento, y tener como guía de actuación la Agenda 2030. Pero en vísperas electorales, a los partidos políticos -esas máquinas de pastorear, alienar, domesticar y, generar polarización y ceguera- no parece importarles mucho las incongruencias. Están a lo que están, y a lo que llevan toda la vida haciendo: buscar votos y tontos útiles, para que sus dirigentes se perpetúen o accedan a las instituciones y asciendan social y económicamente.
Siempre me resultó fascinante la capacidad de cambiarse la piel del progresismo impostado y tontorrón
Una vez más, hay suficientes evidencias para comprobar que, si de algo somos culpables, es de aceptar vivir en la superficie de las cosas. También somos responsables de confundir privilegios, deseos y consumismo con derechos. Está claro que la crisis energética, ecológica, económica y social que vivimos no va a terminar, al menos bajo los actuales parámetros políticos, económicos y sociales, es más, va a empeorar.
El sistema socioeconómico sustentado en energía abundante y barata ha empezado a derrumbarse, la discusión ahora es qué velocidad tomará el derrumbe. Para romper la dinámica en la que estamos inmersos sería necesario cambiar la perspectiva a través de la cual miramos los hechos. Si fuéramos capaces de hacerlo, posiblemente podríamos relativizar y destronar la actual forma de vida que, inicialmente, se nos presentan como la mejor, en una jerarquía que no deja de ser una construcción social, sustentada en el expolio y la explotación del planeta y de otros seres vivos, incluidos la mayoría de la especie humana. Pero, si seguimos admitiendo las tesis del capitalismo -la Agenda 2030 es el nuevo disfraz- no estamos más que aceptando una propuesta de suicidio.
No podemos sentirnos culpables, ni aceptar el chantaje de los que afirman que, si no votamos, facilitamos el ascenso de los totalitarismos, y de las diferentes caras del fascismo. Son ellos, las elites, sus capataces y voceros, -políticos, de todo signo y condición, y periodistas- los que están abriendo las puertas al ecofascismo, y no lo hacen por ignorancia o casualidad. Es su objetivo, y lo llevan a cabo mediante la producción de la “realidad”. Realidad que ellos mismos crean, mediante el poder que les delegamos y difunden mediante los medios de comunicación y redes sociales. Mientras nosotros intentamos estudiar, comprender, debatir y defendernos de esas “realidades” que ellos producen, construyen otras nuevas, para que volvamos a estar entretenidos, estudiando, intentando entender y debatir. Así, sucesivamente, los que se consideran auténticos actores de la historia – ¿los son? – nos guían por los caminos que diseñan.
Nos engatusan con falsas ilusiones. Nos prometen que podemos resolver los problemas con leyes y a través del progreso científico y tecnológico. Tal vez se logre resolver algunos, serán los más triviales y de forma temporal. Se curarán los síntomas, aunque no la enfermedad. Si no transformamos, profundamente, el actual metabolismo socioeconómico, si no escapamos del absolutismo capitalista, pronto empezaremos a pelear entre nosotros y asistiremos al mayor genocidio de la historia de la humanidad. Y ese si será real.
Seamos sinceros, aceptemos que no tenemos ninguna certidumbre de cómo será el mundo, ninguna previsión (a escala del ser humano común) es posible. Pero, si podemos constatar que todos los valores de nuestra civilización se van a pique, todo lo que conocemos y hemos vivido va a naufragar, todas las certezas han desaparecido. Acaso por fortuna.
Conforme el mundo se vuelve más inhóspito, etnocida y eco destructor deberíamos empezar a tomar el camino inverso que nos ha traído hasta aquí y decir: adiós para siempre, Capitalismo. Pero no nos engañemos, será difícil, muy complicados de transitar esos nuevos caminos, porque como ya nos avisaba Murray Bookchin: “Por sus orígenes jerárquicos y patriarcales, la tradición occidental carece de empatía hacia los seres no humanos como hacia los individuos humanos”.