[LA OVEJA NEGRA] El fetichismo de las ideologías como método de control social
GERMÁN VALCÁRCEL | La gestión del covid sirvió para reforzar la sumisión de la gente a los designios del Estado y del Capital (la industria farmacéutica en este caso). La sobreactuación de los aparatos represivos del Estado -ejército y policía- alentados por una “ciudadanía” aterrorizada que no solo “consentía”, sino que, incluso, «alentaba» ese despliegue y ostentación de la represión, fue un claro aviso para los que pensaban que lo ocurrido en la Alemania nazi no volvería a repetirse.
Esa presencia ofensiva del guardián, de la que fueron víctimas todos aquellos que, por distintas razones, sintieron la necesidad de salir a dar un paseo y respirar al aire libre o sembrar su huerta, me trajo a la memoria aquello que escribió Joseph Conrad en su pequeña novela Una avanzada del progreso: «La sociedad, no por razones de ternura, sino debido a sus extrañas necesidades, había cuidado de los dos hombres, prohibiéndoles todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de la rutina; y se lo había prohibido bajo pena de muerte. Solo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas».
Aquellos oscuros meses no fueron otra cosa que un proceso de ingeniería social, o dicho de otra forma, la puesta de largo del totalitarismo que se esconde tras las democracias liberales. Todo aquel que cuestionó las tesis oficiales –dos años después, se constata, no iban tan descaminados– fue insultado, vejado, vetado y tratado como un auténtico apestado, en el mejor de los casos, o como un asesino.
Actualmente, está volviendo a suceder contra quienes avisan de lo que se nos avecina, con el final de la energía abundante y barata que nos proporcionaban los hidrocarburos: petróleo, carbón y gas. Ahora, la disculpa para negar lo evidente es la guerra de Ucrania (o Putin, hay que poner cara al mal), acelerador del problema, pero no la causa.
Los cómplices sociales necesarios en todo este camino hacia el totalitarismo que emergen en toda Europa, han sido y siguen siendo esos amplios sectores de las clases medias, occidentales y occidentalizadas -sin distinción de ideología- que cual catequista del Opus Dei están dispuestas a justificar casi cualquier cosa con tal de mantener su privilegiada forma de vida.
Aunque no vivimos en el mejor de los mundos -sostienen- no es mala época. Imagino que para afirmarlo con tanta rotundidad habrán preguntado a los familiares de los treinta y siete muertos de Melilla, “magullados” -según he leído a un columnista que arremetía contra los voceros del desastre- o a los de los millones que han perecido y padecido las guerras por lo recursos –necesarios para sostener nuestro modo de vida– en Siria, Irak, África o América Latina, por no hablar de los que ya no tienen voz, los cientos de millones de muertos por hambre. Nos lo advirtió Walter Benjamin, hace casi un siglo, cuando afirmó que lo que llamamos progreso se construye sobre montañas de cadáveres y devastación.
En las “democracias liberales”, los reformismos, la izquierda institucional, además de defensores y portadores de la misma cultura patriarcal, supremacista, tecnocrática, extractivista, ecocida y colonialista que sustenta la civilización occidental, son el más sutil mecanismo de encubrimiento de las miserias del capitalismo. Me los definió, hace unos años, un joven mapuche en la Patagonia argentina: “las izquierdas de origen occidental son igual de extractivistas, supremacistas y colonialistas que las derechas imperialistas, pero con sonrisa; son condescendientes con el sistema que nos destruye, pero, igualmente, implacables contra todo vestigio de disidencia u oposición real a sus valores, a su cosmovisión». Deberíamos escuchar más a los oprimidos, suelen describir con precisión a sus opresores.
No les oirán hablar de la pérdida de renta disponible en la mayoría de los municipios del Bierzo o de la creciente desigualdad
Los representantes institucionales de esos progresistas son lo que por las diferentes geografías del continente americano se conoce como la izquierda de arriba: desde la socialdemocracia representada por individuos como Josep Borrell que, después de ver el impacto ocasionado por sus palabras, sobre el “jardín europeo”, ha tratado de corregirlas, achacando a las entendederas de los demás lo que esas palabras dejaron al descubierto, a los pacifismos y oenegés de ayuda la desarrollo -algunas financiadas por la farmaindustria o por bancos- que se adhieren y representan las “mejores cualidades” de las democracias liberales, supuestas “defensoras de los DD. HH y portadoras de valores de libertad y democracia”, pero, tambien, punta de lanza de los procesos de colonización de quienes no han dejado, ni dejan, de matar y expoliar los recursos de otros pueblos; o los ecologismos automutilados que, entregados a los intereses del Estado y el Capital, no hacen más que mentir y engañar, desviando la atención del problema real con las cancioncillas de “desarrollo sostenible”, “economía circular”, “transición ecológica” y demás lavados verdes, y, finalmente, los feminismos acomodaticios que, asumiendo y blanqueando valores patriarcales, está demostrando la plena igualdad intelectual entre mujeres y hombres, no dudando para ello en volverse en contra de sus compañeras más radicales, mientras celebran como avances que haya cada vez más mujeres en la policía, el ejército, en puestos de poder o jugando al fútbol (¿ahora, como ya juegan ellas, no resulta tan alienante?). El poder puede cambiar de sexo, pero no ha cambiado su esencia ni su forma de ejercerlo. Nos enseñó Ivan Illich que “lo Peor aparece como la corrupción de lo Mejor”.
En nuestro país son esas gentes, con el presidente del gobierno a la cabeza, encerrados en su bucle de ilusionismo perceptivo, quienes niegan que vayamos a tener problemas de suministros energéticos, y tachan de “conspiranoicos”, o voceros del apocalipsis, a todo el que cuestiona el relato oficial, otra vez la misma cantinela. Pero como decía Aldous Huxley: “los hechos no dejan de existir porque se le ignore”. Tanto optimismo ciego y estúpido solo tendría sentido si dispusiéramos de tanto gas como Argelia, o de reservas de petróleo similares a Arabia y nuestra deuda, como país, no fuera del 120% sobre el PIB.
Para los acríticos seguidores y votantes de la izquierda que nos gobierna, decir estas cosas, intuyo, te convierte en cómplice los de Trump, Bolsonaro, Putin, Abascal, Le Pen o Meloni. Tengo la impresión que, tras estas reacciones, se esconde la intención, no reconocida, de que, finalmente, paguen los de siempre. Se llama ecofascismo o, en el mejor de los casos, miedo. Como sostiene Jorge Riechmam: “Llaman catastrofismo al realismo que no somos capaces de asumir”.
Algo similar, pero en cutre, ocurre con los políticos locales, esa pandilla de mediocres codiciosos, dedicados a sus necedades, a sus estúpidos e innecesarios proyectos -con los que pretenden convertir la capital comarcal en ciudad en inteligente, para poder tratar como idiotas a los ciudadanos-, a sus viajes como comercial de alguna empresa (el hipócrita alcalde ponferradino ha olvidado lo que dijo de su antecesora, tanto a cara descubierta como emboscado, cuando realizó actividades similares) y a sus cotidianas mentiras, con tal de seguir manteniendo sus espléndidos sueldos y sus privilegios.
No les escucharán ninguna propuesta seria ante los problemas reales que padecemos, y los que se avecinan. No les oirán hablar de la pérdida de renta disponible en la mayoría de los municipios del Bierzo, o de la creciente desigualdad que impera en la comarca (cómo va a importarles, uno de los lugares donde se da una de las mayores rentas medias de todo el Bierzo es en la Casa Consistorial de Ponferrada, en los presupuestos municipales pueden constatarlo) o el gravísimo problema demográfico que se refleja en la tasa de trabajador por pensionista -un pensionista por cada 0,94 trabajadores- la más baja de España. Nuestros incompetentes e inútiles “representantes” lo único que pretenden es llegar a las elecciones, y volver a repetir como alcalde o concejal, para blindar, durante otros cuatro años, sus generosos sueldos y los privilegios y prebendas que el cargo lleva adheridos. Luego, eso sí, no dudaran en presentarse como abnegados y ejemplares servidores públicos.
En la España actual, con una clase política corrupta, cínica y sin escrúpulos; en ruina tras un desastre económico, arrastrado desde 2008; con unos periodistas cobardes y sumisos; con una sociedad desquiciada, envilecida, polarizada, desclasada y pobre; con una profunda crisis ética que convierte la servidumbre voluntaria en un valor y con un futuro parecido a la cáscara de un huevo cocido, sigue siendo válida aquella frase de Valle Inclán en Luces de bohemia, obra publicada el 23 de octubre de hace 102 años: “En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser un sinvergüenza. Se premia todo lo malo”. Y se justifica y aplaude, si son de “los nuestros”.