[LA OVEJA NEGRA] ‘As Bestas’, Sorogoyen retrata al Bierzo
GERMÁN VALCÁRCEL | Aunque no he nacido en el Bierzo, llevo viviendo media vida aquí. Aquí he amado y reído, mucho, y rabiado y llorado, también mucho. Así que me considero tan berciano como las peñas de Ferradillo, y lo sé como se saben estas cosas, viajando por mis adentros, desde las entrañas a la cabeza, y no al revés. Sé que pertenezco a esta tierra porque buscándola me busco y encontrándola me encuentro y con ella, y en ella, me pierdo.
La revelación de lo que somos implica la denuncia de lo que nos impide ser lo que podemos ser. Y como siempre he pensado que la crítica se hace mirando a los ojos y los elogios por la espalda, aunque le caigas mal a todo el mundo, reitero lo que tantas veces he dicho: amo la geografía berciana, respeto a muchas de sus gentes, pero me genera un profundo rechazo su mediocre, extractivista y codiciosa clase política, empresarial y cultural, y sus catetas clases medias, burdos imitadores de la cultura de la clase dominante y amantes de aventuras para paralíticos.
Fui a ver la magnífica película de Rodrigo Sorogoyen -ahora lo puedo afirmar- sin demasiadas expectativas. La matraca de los medios de comunicación locales, repitiendo y remarcando, una y otra vez, como valor de la película, haber sido rodada en el Bierzo, hizo que tomara distancia ante ese fenómeno tan berciano de masajearse el ombligo. Inspirada, muy libremente, en el asesinato del neorrural holandés Martin Verfondern, en la vecina zona de A Rúa, comarca de Valdeorras. As bestas no solo está rodada en parajes bercianos, sino que habla, también, del Bierzo, de sus gentes, de su manera, más profunda, de ver y entender el mundo, de su forma de relacionarse con los “otros”.
Aunque se que Sorogoyen no pretende hacer un estudio sociólogico de las gentes del Bierzo, su mirada es más universal, reconocí comportamientos muy vistos, incluso me vino a la memoria un ciudadano francés que, hace años, vivió por aquí y tuvo que irse. Este hombre cometió el “grave” error de querer participar en la “vida política” local, aplicando sus “valores” republicanos. No se fue porque su vida corriera peligro. En espacios más “urbanos y civilizados”, como la capital de la comarca y sus aledaños, hay métodos más sutiles y perversos, para “asesinar” al “otro”, al diferente, al disidente, al que no puede responder a la pregunta: ¿y tú de quién eres?.
Sin embargo, por estas tierras, se presume que el berciano es muy hospitalario. Sí, lo es, con el visitante fugaz y ocasional, con el turista, incluso con el hijo de la tierra que vuelve de vacaciones, sobre todo si es un “triunfador”. Lo que nadie habla es de la hostilidad, y al gueto que condena -sobre todo si eres pobre- al que se instala, al que trae consigo otros valores, otra mirada. A no ser que te apellides Lazúrtegui, Palacios o Moro, o te sometas a la subordinación de los que imponen el modelo social y relacional. Tengo clavada en el alma una conversación con uno de los más importantes referentes culturales e intelectuales de la Comarca, cuando trataba de hacer una crítica a uno de los políticos izquierdista de referencia del Bierzo, cerró la conversación de forma contundente: “Es mi amigo”.
Pese a que la película, y el tema que expone son muy duros, Sorogoyen no convierte la condición humana en una cloaca, pese a mostrar el menosprecio, la miseria, el dolor y el desarraigo que el capitalismo y sus métodos extractivistas generan en los cada vez más escasos habitantes del medio rural -los malditos que no han podido elegir entre irse o quedarse- y la incapacidad de estas pocas gentes que, todavía, sobreviven en estos territorios, para hacer frente al mal llamado progreso. Un supuesto progreso que genera egoísmo e incomunicación, pero que, como buen experto en las artes de la seducción y la estafa, vende ilusiones de riqueza a los pobres y sueños profundos a los vencidos, y “puticlubs” como antídoto a su soledad.
No importa que seas analfabeto o “borderline” para consumir -otra cosa es como las digieres- las apelaciones simbólicas que la radio o la televisión difunden -para justificar lo que se nos vende como “progreso”- mediante ese relato cultural agobiante que nos inculca que tener dinero es el único proyecto de vida respetable, y la única forma posible de dejar de “oler a mierda”. En la aldea más apartada y despoblada hay una radio, incluso un televisor que transmitirá las consignas del sistema. Medios de comunicación que, mientras entrevistan a algún portavoz “ecologista”, venden -mediante anuncios pagados- las bondades de cualquier fabricante de molinos eólicos o central de biomasa.
A pesar del desesperanzado y sombrío mensaje que transmite, la película deja claro que mediante salidas individuales no hay ningún futuro y la auténtica identidad colectiva nace del pasado, se nutre de él, son las huellas sobre las que caminan nuestros pies, pasos que presienten nuestros pasos de ahora. Ese pasado común no lo comparten los neorrurales y los originarios. Sin embargo, si deben tomar decisiones que afectan a lo común, ¿sabiendo esto, ahora qué hacemos?
En la aldea más apartada y despoblada hay una radio, incluso un televisor que transmitirá las consignas del sistema
Efectivamente, esa pregunta provoca el vértigo de cómo afrontar la lucha por un modo de vida que está en grave riesgo de desaparecer, un mundo que está desapareciendo sin que nadie lo haya decidido, dejando un paisaje en ruinas. Para dar una respuesta válida, es necesario un salto hacia lo desconocido tan grande que todo el mundo -y se comprende- renuncia en principio.
Para perpetuar el estado de cosas vigente, se santifica la ley de la selva, que es la ley del sistema, y se falsifica el pasado para que los derrotados acepten su suerte como destino, escamoteando las verdaderas causas del fracaso histórico de toda esta periférica geografía. En estas tierras, donde por cada uno que nace mueren tres, se domestica a la gente para que acepte este orden como el “orden natural” y, por lo tanto, eterno, de modo que el enemigo del “orden natural” es un traidor o un agente foráneo.
La crisis actual no parece propicia para la aparición de tentativas liberadoras (al menos en una primera fase), sino para el sálvese quien pueda. Lo que se avecina tiene más bien aspecto de una barbarie a fuego lento. Antes del gran hundimiento, podemos esperar una espiral que descienda hasta el infinito, una demora perpetua que nos dé tiempo para acostumbrarnos a ella. Seguramente, asistiremos a una espectacular difusión del arte de sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que a un vasto movimiento de reflexión y solidaridad, en el que todos dejemos a un lado intereses personales, olvidemos los aspectos negativos de la socialización y construyamos juntos una sociedad más humana.
Para que tal cosa se produzca, debería darse, en primer lugar, una revolución antropológica. Difícilmente puede afirmarse que la crisis y el hundimiento civilizatorio en curso facilitaran semejante revolución. Es muy fácil hablar, o escribir, de revoluciones colectivas, pero cambiar genuinamente, borrar el ego, abandonar nuestros hábitos y caprichos, eso es otra cosa. Incluso si la crisis implica un “decrecimiento” forzado, este no tiene que ir en la buena dirección, es más, no va a ir.
La crisis no golpeará primero a los sectores “inútiles”, desde el punto de vista de la vida humana, sino a los sectores “inútiles” para la acumulación de capital. Algo fácil de ver en un pequeño territorio como el nuestro: mientras el muy progre Olegario Ramón, alcalde de Ponferrada, aumenta la plantilla de policía, la de médicos, sanitarios y maestros disminuye. Soy consciente que son administraciones diferentes –ambas forman parte del mismo sistema- pero el partido del alcalde -y sus terminales “onegeras”- del que es secretario general han boicoteado todo intento de luchar por la derogación de las leyes que permiten la privatización del servicio público de salud. Prefieren seguir jugando a la confrontación partidista. Es lo que justifica, su “representatividad”, y nuestro sometimiento.
Es lícito preguntar, ¿a dónde conducen estas consideraciones desengañadas? Cuanto menos a un poco de lucidez. Se puede evitar así formar parte de los populistas de toda de condición, desde los ruralistas “de loden, sombrerito tirolés y escopeta” de Vox, a los izquierdistas que, a cambio de un bien remunerado puesto en las administraciones, “representándonos”, nos prometen “mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora”. Esos populismos acabarán fácilmente en la caza de los “enemigos del pueblo”, por abajo (inmigrantes o foráneos pobres) y por arriba (especuladores), evitando toda crítica dirigida contra las auténticas bases del capitalismo, que, bien al contrario, aparecen como la civilización que se ha de resguardar: el trabajo, el dinero, la mercancía, el capital, el Estado.
Viendo As bestas, me vino a la memoria una frase del escritor, ecologista, y también cazador Miguel Delibes, en el libro colectivo 50 miradas al progreso de Valladolid: “Renuncio a cualquier modelo de progreso si este ha de traducirse inexorablemente en un aumento de la incomunicación y la violencia, de la autocracia y la desconfianza, de la injusticia y la prostitución del medio natural, de la explotación del hombre por el hombre y de la exaltación del dinero como único valor”.